“Hoy gallo ciego” en el Grand Hotel
Grand Hotel. Luro y Entre Ríos (Marcelo Bianco; Fotos de Familia).
Cuando Nicolás Avellaneda asume la primera magistratura de la Argentina, alguna porción de la aristocracia porteña (la vacuna, se dirá, pues sus riquezas provienen de la abundante ganadería a campo abierto), sugiere la travesura: “¿Y si nos vamos a descansar a Mar del Plata?” Ríspida suele ser la respuesta: “¡Por favor, no hay que ser tilinga! Tenemos como una semana de viaje en galera cruzando campo virgen o por huellones feroces”.
Claro, son tiempos de caballos percherones, fecundados libremente en los campos tras de los iniciales mostrencos traídos por el colonizador Irala. La empresa de diligencias “del Sud” hace el recorrido en varias etapas y la posta lugareña está en la fonda de don Urrutia, el vasco de “La Cantábrica” para el raleado vecindario. Allí, en Luro y La Rioja, habrá una estación de servicio pasando los años. Pero ahora, ¿cómo sabe don Pedro Luro que alguna vez, pronto, Mar del Plata será negocio hospedando a tantos visitantes que, aparte de doble apellido, traen mucha plata?
Vaya con la inteligencia instintiva de este hombre formidable que nació en los Pirineos. En la pampa enseña a los gauchos cómo se doma un potro cimarrón sin castigarlo y acá construye un molino harinero hidráulico aprovechando el agua del arroyo Las Chacras. Hay que seguirlo con atención, trabajar y acumular bienes es como una enfermedad para él. Ya los hijos se encargarán de gastar.
A los 17 años, no bien llega a la Argentina, noche y día como carrero. Ahora que anda por los 60 es dueño de varias miles de hectáreas y en sus campos pastan más de 20.000 vacunos y yeguarizos. Por el Tuyú es dueño de media docena de saladeros, la industria más importante de la provincia. Él anda internándose en territorio de la indiada y los hijos (catorce nacidos, dos muertos a poco de salir del vientre de Juana Pradere de Luro) educándose en universidades de Buenos Aires.
No vienen alemanes
En 1882, apenas a ocho años de la fundación, el vasco Luro construye el “Grand Hotel” que ocupa una manzana de tierra (precisamente la hectárea que abarca Luro, Corrientes, San Martin y Entre Ríos) con 102 habitaciones y baños generales en el centro del patio. Todo en una sola planta baja.
“Debemos poblar el país, es muy grande”, reflexiona Avellaneda. Él y sus colaboradores de la generación “del 80” aspiran a una inmigración calificada (como la de Estados Unidos de América) y gestiona postulantes en Alemania. Fracasa. Los alemanes temen a los indígenas de un continente exótico. Muy a su pesar y sin otra alternativa, precisamente cuando Argentina era para algunos “el granero del mundo”, Nicolás Avellaneda debe conformarse con inmigrantes que proveen Italia y España. Y casi nunca de Roma o de Madrid, sino de las aldeas y poblados de regiones paupérrimas. Nos habitan.
Por ese tiempo (1880) un breve censo lugareño determina que alrededor del 80 por ciento de los habitantes de Mar del Plata son analfabetos. No había muchas diferencias con los índices del orden nacional que, en 1869, reflejaba algo así como el 78 por ciento. Mientras en el inmenso patio del “Grand Hotel” las niñas de la sociedad juegan al muy atrevido gallo ciego y por la tarde se remontan barriletes, llegan más inmigrantes. Uno de ellos se llama Ramón Portas, viene a trabajar y no descansa. Se vincula a Peralta Ramos en el saladero (ya completamente decaído) y se mueve como encargado del muelle Luro.
Fanático de la política, interviene en un atisbo de revolución en favor de Bartolomé Mitre y llega a ser hombre de confianza de Lasalle y Echeverría, concesionarios en la explotación de la ruleta. ¡Qué andariego! Hace un viaje a regiones todavía habitadas por los indios y así conoce a Calfucurá y a Pincen. ¿Es que todavía hay indios acosando a los carruajes de la “Mensajería del Sud”? Si; pero el coronel Villegas apura a la caballada blanca y ataca las tolderías del cacique Pincen, más allá de Trenque Lauquen. Poco después vendrá la Conquista del Desierto.
Los perros hambrientos
Luro sigue haciendo cosas; imposible le resulta detenerse. Construye un puente de madera que entra unos 250 metros en el mar y decide eliminar el acose de la perrada cimarrona que el hambre enfurece. Desde los tiempos de Meyrelles hubo necesidad de organizar partidas de gauchos riogradenses para evitar que atacaran a los viajeros.
Los conductores de las diligencias llegan demacrados: “Casi nos devoran los perrazos!”. Cuando se faenaba todos los días y la carne de vacunos y yeguarizos quedaba tirada en el campo (los ingleses, dicho está, se llevaban los cueros) los perros hartos y tranquilos. Pero se han reproducido en grandes manadas y ya poco se degüella en los corrales. Luro no es de asustarse por tan poca cosa. Organiza partida de peones baqueanos en el manejo del cuchillo y “les pago por cada cabeza que me traigan!”, hace rato sabe que la plata es siempre un buen incentivo.
Las bolsas sangrando de cabezas degolladas expresan que el problema ha terminado. El vasco Luro puede entonces cumplir con más atención sus deberes de concejal. Y avisa: “¡Corten los pastizales en los terrenos cercanos al mar y maten a las comadrejas que este verano vendrá mucha gente!”, mociona con respecto al paraje de Colón y la costa. Los ve, los adivina el incansable. Los quiere para su hotel y, de paso, para Mar del Plata. Como antes, como después y como ahora. Como es el hombre en todas las épocas.
El destacado escritor y periodista marplatense Enrique David Borthiry escribió en la década del noventa la sección “Historia Viva de Mar del Plata”, en la que contaba con su particular visión hechos poco conocidos que se sucedieron a lo largo de los años. Más de tres décadas después, LA CAPITAL las rescata del archivo. Para leer y disfrutar.
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