Opinión

Inflación, conflicto y la sombra de Brasil

Por Jorge Raventos 

El agobio de la situación económica ha desplazado en los medios a las conjeturas sobre el fallido atentado contra la vicepresidenta y hasta al seguimiento de los juicios que la tienen a ella como figura central. Esta semana robó el protagonismo el conflicto incubado durante meses entre las tres principales fábricas de neumáticos del país (Fate, Pirelli, Bridgestone) y el pequeño sindicato que agrupa a sus trabajadores (Sutna, poco más de 3.000 afiliados), conducido desde hace seis años por sectores de la izquierda radicalizada hegemonizados por el Partido Obrero, del que forma parte el secretario general, Alejandro Crespo.

Gomas quemadas

Después de más de 30 reuniones paritarias en que empresarios y sindicatos no llegaron a ningún acuerdo, el Sutna tomó una semana atrás instalaciones del Ministerio de Trabajo y lanzó un paro por tiempo indeterminado que acompañó con un bloqueo a las plantas de las tres firmas. La producción de neumáticos, que ya se desarrollaba morosamente en virtud de anteriores medidas de fuerza, quedó detenida y, por reflejo, indujo a la parálisis a las terminales automotrices, que se vieron privadas de ese insumo esencial.

Así, una pequeña organización gremial mostraba su capacidad de daño inmovilizando a un amplio y estratégico sector industrial que es el centro de un denso tejido que incluye empresas pequeñas y medianas y que, por vía directa e indirecta, ocupa a decenas de miles de personas.

Los observadores venían ya apuntando que la larga e infructuosa paritaria (decenas de reuniones de negociación) que había conducido a ese dramático clímax no había sido acertadamente conducida por el Ministerio de Trabajo y se preguntaban si el ministerio había extraviado el manual que recomienda en casos similares aplicar la conciliación obligatoria o, inclusive, sancionar a las partes remisas. Posiblemente el ministro Claudio Moroni, un íntimo acólito de Alberto Fernández y, como éste, tributario de la conducción cegetista, no se había empeñado en sacarle las castañas del fuego a un gremio manejado por la ultraizquierda, pero la consecuencia de ese desapego fue un búmeran, que golpeaba tanto al gobierno como a sus amigos.

Modelo neumático

Los gremios más importantes de la CGT -que durante la semana, con la ausencia del camionero Pablo Moyano, se habían reunido en Olivos con Moroni y con el presidente- no veían con buenos ojos que la conducción trotskista del Sutna emergiera victoriosa de una pulseada en la que había apelado a procedimientos muy irregulares (“tomaron el ministerio y no hubo sanciones”, se quejó un dirigente); reclamaban del gobierno una intervención enérgica para resolver el conflicto y esperaban discretamente que Moroni obligara al Sutna a disciplinarse. Si Crespo ganaba la pulseada, el riesgo era que por todo el paisaje sindical se extendiera la modalidad “salvaje” en los reclamos y crecieran las tendencia radicalizadas en los gremios.

Pero el Ministerio de Trabajo estaba entrampado por el tiempo que había perdido en el camino: ahora necesitaba salir urgentemente del parate y las propias empresas estimaban que no había que agudizar el conflicto. El presidente decidió apagar el fuego con fuego e introdujo como mediador informal a Pablo Moyano, un sapo que los moderados de la CGT digirieron con amargura. Finalmente el Sutna consiguió un acuerdo que actualiza sueldos por encima de la inflación de 2022 y sólo cedió una reivindicación que reclamaba duplicar la suma que las firmas pagan por horas extra los días feriados. El mediador Moyano cobró el rédito a su manera: “Espero que los empresarios del transporte vengan con una propuesta seria porque si no, el paro de los trabajadores del neumático va a ser un poroto con lo que va a hacer Camioneros”. Moyano no piensa sólo en las paritarias, sino en un bono extraordinario antes de fin de año, como el de 185.500 pesos que acaba de conseguir su aliado, el bancario Sergio Palazzo.

En la reunión en Olivos de principios de semana la CGT había insistido en que la iniciativa del kirchnerismo (sostenida por Moyano y Palazzo, recogida por Massa) de una mejora salarial significativa antes de las Fiestas de Fin de Año bajo la forma de un bono por una suma igual para todas las categorías no debe eliminar la vigencia de las paritarias. Aunque comprenden que se necesitan medidas excepcionales en la emergencia, los gremios no quieren ser sustituidos por la lapicera del gobierno.

Todo el mundo admite como natural que las empresas trasladen a precios los aumentos de costos que soportan. No es menos natural que los trabajadores -a través de los sindicatos- imiten ese comportamiento. Si suben sus costos por la inflación (por los precios incrementados), ellos aspiran a aumentar al menos en la misma medida el precio de su propio producto, el trabajo.

Los nortes

Todo indica que así la pugna distributiva se acelera y ese ritmo conspira contra el objetivo de Massa de poner en caja la inflación: el ministro presentó un presupuesto que prevé (“con seriedad y siendo conservadores”) un 60% para 2023, una meta que -dijo-, “si lo hacemos entre todos juntos y bien, podemos bajarla aún más. Y que en tal caso todos tenemos que cumplir nuestra parte”.

Esta apelación a que todos cumplan su parte es, por el momento, una expresión de deseos: los movimientos sociales reclaman incrementos, el kirchnerismo y el moyanismo gremial piden un bono sustancioso, los gremios grandes apuran sus reclamos en las negociaciones colectivas para incrementos que superen no la inflación que promete Massa para dentro de un año, sino la que rueda actualmente y roza las tres cifras para el año en curso. En cuanto a las empresas, el número 2 de Economía, Gabriel Rubinstein, fue claro en el Congreso: “Hay algo que sí está adelantado a nivel macro que son los márgenes brutos empresariales. Hay que buscar la manera de ser más eficientes y que los márgenes empresariales vuelvan a lo que eran un par de años atrás”. Rubinstein admitió que “hasta que no logremos la unificación cambiaria, habrá cierto desorden y márgenes empresariales más altos que los normales” pero que esa convergencia no es posible en estos momentos: “Unificar el mercado de cambios, sin robusto superávit fiscal primario, y casi sin reservas, luce demasiado riesgoso”. Consideró que ese es un objetivo razonable a tres años. “El norte debería ser ese. Es nuestra responsabilidad que todo esto mejore”.

Massa y Rubinstein hablan de una perspectiva extendida que va más allá de los plazos del actual gobierno. Esa temporalidad, intrínsecamente razonable, colisiona con la de otros actores de importancia que se mueven con metas de más corto plazo: sean las que fijan las elecciones agendadas para 2023 o las más dramáticas y urgentes de quienes ven encogerse sus ingresos y sus expectativas y se sienten en caída libre al mundo de la pobreza o la indigencia. El propio Estado incorporó esta semana 11.000 trabajadores temporarios y autorizó un bono de 30.000 pesos para personas en situación vulnerable (el Indec registró un incremento en el porcentaje de indigentes, que alcanzó en el primer semestre al 8,8%, es decir, 2.568.671 personas).

Esta ayuda estaba prevista: cuando instrumentó el llamado “dólar soja”, Massa incluyó un fondo que se crearía con la recaudación extra que este instrumento aportara, para financiar “una prestación monetaria extraordinaria no contributiva y de alcance nacional que asegure una adecuada alimentación para las personas en situación de extrema vulnerabilidad”.

El incentivo del dólar especial fue un éxito que fortaleció al ministro: las liquidaciones superaron sus expectativas (llegaron a 8123 millones de dólares, que permitieron al Banco Central recomponer reservas en el orden de los 5.000 millones).

Pero no habrá más dólares especiales, anunció Massa. Hay que buscar el norte que describió Rubinstein, en el rumbo del otro norte, que mencionó Massa: cumplir los compromisos con el FMI.

Compaginar las diferentes temporalidades y transformarlas en esperanza social activa es tarea de estadistas, más que de simples políticos. ¿Hay de eso?

Final con Brasil

A un año de distancia de las urnas en Argentina, la atención política de nuestro país se centra ahora en el gigante vecino, Brasil, que empieza a definir hoy su próximo presidente. Todo parece indicar (aunque ya se sabe que las previsiones de los encuestadores pueden fallar) que Luis Inacio Lula Da Silva triunfará por un margen considerable en la primera vuelta de la elección. Si lo consigue superando el 50% de los votos y evita el balotaje reducirá las chances de que Jair Bolsonaro recurra con eficacia a una impugnación o busque compensar la derrota con instrumentos extralegales. Bolsonaro ha hecho ya mucho por modificar la política brasileña: ha corrido el sentido común muchos grados a la derecha, ha trabajado por una apertura económica, ha articulado una base social para esa postura y ha condicionado inclusive a sus adversarios a ubicarse más al centro del espectro.

Lula ha conducido a su fuerza política hacia el centro con naturalidad: ya había mostrado esa prudencia en la transición que le permitió suceder a Fernando Henrique Cardoso asumiendo buena parte de las políticas de éste y ahora está pulsando la misma cuerda, como lo muestra la elección de su compañero de fórmula, Geraldo Alckmin, antiguo adversario y miembro del partido que fundó y orienta Cardoso.

A contramano de lo que imaginan cierto sector K y una parte del antikirchnerismo más cerril, un triunfo de Lula no debería contabilizarse como una victoria de “la izquierda”, sino más bien como la oportunidad de que las reformas liberales que la derecha de Bolsonaro quiso imponer sin anestesia, sean desarrolladas por el realismo de un liderazgo popularmente acreditado. Como suele ocurrirle a los líderes sociales que se guían por la realidad y saben que hay que hacer lo que se necesita, y hay que cambiar cuando es preciso, si efectivamente avanza por ese rumbo, es muy probable que Lula sea cuestionado desde izquierda y derecha. Para la Argentina, Brasil es un aliado marcado por el destino. Gane quien gane.

Te puede interesar

Cargando...
Cargando...
Cargando...