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Opinión 4 de abril de 2024

La invisibilidad de la pobreza

Por Nino Ramella

Recuerdo perfectamente la conmoción que me produjo aquella tarde de fines de los noventa al ver por primera vez a una persona revolviendo en la basura. Era una mujer de mediana edad y a pocos metros de mi casa. Aquella escena tuvo la contundencia perturbadora de una piedra contra los dientes.

Ignoro si se trata de un mecanismo automático de autodefensa de nuestra psiquis o si el tiempo anestesia los efectos de una moral vulnerada, pero lo cierto es que a pesar de que hay en estos tiempos un crecimiento exponencial de personas hurgando en la basura…ya no los veo.

O acaso los veo, pero no los miro perplejo como a aquella mujer en la vereda de mi casa. Y ya no hay edad para la desesperada búsqueda. Hombres y mujeres, menores y adultos…con ese fierrito con un gancho en la punta buscan lo que sea para sobrevivir ese día.

Soy por lo visto una víctima más de esa corrosiva naturalización de lo que está mal, efecto que vendría a ser algo así como un anticuerpo para andar por la vida sin que la angustia termine con uno antes que la biología.

Y esas ¨naturalizaciones¨ no son sólo fenómenos personales. Las instituciones de la sociedad, supuestamente cancerberos del “bien común”, también las padecen. Y para metabolizar el espanto vamos cambiando las etiquetas. De cirujas pasamos a cartoneros hasta llegar a la ficticia jerarquización de “recicladores urbanos”.

Multa al pobre

La insensibilidad pública llega hasta el límite de multar a quienes rebuscan entre la basura para apenas subsistir. A fines del año pasado el gobierno porteño impulsó una ley -no sé si se aprobó- para sancionar a quien “manipule y/o extraiga materiales de los puntos de disposición de residuos sólidos urbanos instalados en la vía pública”. En noviembre pasado la multa propuesta era de 100 mil pesos. Si no fuera por la obscena insensibilidad es como para no parar de reír.

Es más, el equipamiento urbano viene ahora con diseños espantapobres. Hay nuevos contenedores de basura “inteligentes” que impiden que haya gente que pueda buscar algo entre la basura. Al inaugurarlos el mayor responsable político de la ciudad sostuvo un silogismo que aunque perverso es inatacable: “si no hay cartón no hay cartoneros”.

En la ciudad de la furia, como bien la bautizó Gustavo Cerati, los artificios contra los sin techo se multiplican. Además de un gobierno que diseña bancos que impiden que la gente pueda tirarse en ellos, los privados no paran de poner macetones, púas y toda una serie de mecanismos “anti homeless”. Si…ya sé…quién quiere tener en su puerta a esos sucios durmiendo en colchones improvisados con trapos. Y es justamente la posibilidad de bucear entre esa ecuación de “ellos y nosotros” lo que abriría nuevas perspectivas a lo que vivimos.

Qué hice para merecer esto

Cuando por las mañanas estoy bajo una ducha de agua tibia me pregunto por ese privilegio. Yo no hice absolutamente nada para tener la vida que tengo desde que nací… con agua, abrigo, techo, alimento, estudios, afecto y otros beneficios que a tantos chicos de hoy les resulta un lujo inalcanzable.

¡Y pensar que se instaló en su momento fuertemente la idea de la “meritocracia” en un mundo tan desigual como el que vivimos!. Pareciera que era tan burdo que ya desistieron de instalar la idea de ese “valor”.

Enternece ver a un niño descalzo caminando campo traviesa quince kilómetros por día para ir a la escuela. Emociona ver a una abuela que sigue tejiendo para ganarse el pan. Conmueve ver cómo alguien sin techo trabaja como un burro para llegar a tenerlo.

¿Pero saben qué? Detrás de esas escenas se esconde la romantización de la pobreza, que no hace otra cosa más que cristalizar la desigualdad disfrazándola de superación. “Porque el que se esfuerza lo logra”. Nobleza obliga, hay que decir que a ese despropósito contribuyeron no pocos medios de difusión.

La desigualdad llega a límites de una crueldad pocas veces vista. Las víctimas de la pobreza además de sus padecimientos cargan con el desprecio de los que los miran desde la otra orilla.

Por cuestiones meramente estéticas, inspiradas en fenotipos o indumentaria, mucha gente se cruza de vereda. El mero aspecto enciende la alarma del peligro. No sería una mala gimnasia ponerse en el lugar de quien es siempre visto de esa manera.

Quien lea estas líneas pensando que las inspira el actual gobierno se equivocaría. No veo que esta gestión vaya a mejorar la realidad sino por el contrario, pero tómeselas como si hubieran estado escritas el 10 de diciembre de 2023.

Quien esté libre de culpa…

Mientras tanto pasamos frente a esa nenita, ese viejo, esa familia…y seguimos como si la escena fuera fantasía. No puedo darle e todos. Qué puedo hacer yo. Es responsabilidad de los que gobiernan… Pensamos eso para alivianar la culpa. Pero no desaparece. Entonces metemos la mano en el bolsillo o compramos una leche y un turrón y le damos algo a ese padre joven con su hija. Y los miramos, les sonreímos, les deseamos feliz año…¡feliz año! le decimos a un pobre tipo que no puede llevar dormir a su hija a una cama. Pero ¡qué le decimos!

Pero la culpa no desaparece. Es más, se agrava. Porque sentimos que eso no nos costó nada. Lo hicimos para tranquilizar la conciencia, lo que nos enfrenta todavía más a nuestras miserabilidades. Por estos días no es posible caminar la ciudad sin sentirse mitad basura mitad verdugo.

La respuesta a lo insoportable es “la invisibilidad de la pobreza”, como muy bien expresa el artista Kevin Klee con una serie de fotografías que pintan lo que es pasar al lado de niños pobres sin notar su presencia. Una de ellas es la que ilustra estas líneas.

 



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