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Interés general 5 de mayo de 2020

La odisea de un motociclista para regresar a Mar del Plata desde Chubut

Por Eduardo Balestena

Llegué a Lago Puelo el 16 de marzo. Era la tercera vez que iba con la moto. Ante el escenario que iba configurándose decidí permanecer solo cuatro días y volver. Regresaría en la mañana del 20. El 19 fue impuesta la cuarentena forzosa obligatoria. Pude dejar Lago Puelo con el permiso del Poder Ejecutivo el 19 de abril. Con los hoteles cerrados y la imposibilidad de conseguir alojamiento de otro modo, la única manera de realizar el viaje -de alrededor de 1650 kilómetros- era en una sola etapa.

Estaba en la chacra de mis amigos Zulema y Nino Salgado, sin mi computadora y con un acceso muy limitado a internet. Mis hijos se encargaron de tramitar la solicitud. Al primer intento el pedido no ingresó a la base de datos. Posteriormente, no se concedieron nuevas autorizaciones, pero a eso de las 18 horas el mecanismo fue reanudado. Lo supo accidentalmente mi esposa y en los primeros momentos de apertura fue posible ingresar los datos y obtener la autorización unos 45 minutos más tarde. Eso fue a las 19.15 del 19 de abril. Salí de la casa de mis amigos al día siguiente a eso de las 9.

Me dirigí al límite de Chubut con Río Negro. Estaba vallado y cerrado con candado. La Policía de Chubut me indicó dirigirme por otra ruta, dándome una somera indicación.

Volví a la chacra y Nino me dio las indicaciones para llegar por el otro camino hasta el límite con Río Negro. Era hacia la ruta a Esquel, un recorrido más largo que el anterior. Apenas llegué me pidieron un certificado de salud del hospital del Hoyo o de Lago Puelo, que no era un requisito exigible porque bastaba con el pase del Poder Ejecutivo.

Fui al Hospital de Lago Puelo y me dijeron que volviera al día siguiente porque esos certificados no se extendían los domingos. Le rogué a la persona que me atendió que me hicieran el certificado, argumentando que si volvía al día siguiente caducaría mi autorización, que tenía 48 horas de validez. Me hicieron ir a la guardia. Al principio no me querían hacer el certificado, luego me lo extendieron (era un simple “papelito”).

Volví al límite con Río Negro y esta vez me dejaron pasar. Cargué nafta en El Bolsón. No había nadie ni en las calles ni en la estación de servicio del Automóvil Club Argentino. Temí que la nafta faltara durante el camino.

Salí hacia Bariloche. Lloviznaba y hacía frío, las cimas de los cerros estaban cubiertas de nubes grises. Hice el trayecto sin dificultad. En Bariloche estaba muy frío y ventoso, en el lago Nahuel Huapi podía verse el fuerte oleaje de olas encrespadas con espuma. Llegué al control sin problemas pero me advirtieron que no habría nafta hasta Piedra del Águila. En efecto, la estación de servicio donde esperaba desayunar y cargar nafta estaba herméticamente cerrada.

El camino hasta Piedra del Águila fue tranquilo y en el control de ruta que había antes me informaron que solo se encontraba abierta una estación. Al llegar no había nadie allí. Ese lugar tan populoso habitualmente era un verdadero páramo. Todo estaba cerrado. A las perdidas salió un hombre a atenderme. Le pregunté si todo estaba cerrado. “Es domingo”, me dijo secamente. Le respondí que no sabía que los domingos estaba todo cerrado. “Todo el mundo lo sabe”, me contestó con acritud. Volví a temer que en el trayecto me faltara combustible. Eran las 16.20.

Ya había decidido fijar velocidades que me permitieran economizar al máximo el combustible, de acuerdo a las distancias a cubrir hasta el punto al que me dirigía o los sucesivos. Lo ideal era que la nafta me alcanzara hasta un punto posterior al de destino.

La siguiente parada fue en Neuquén. Antes de eso, en Plottier no había ninguna estación de servicio abierta.

Cuando llegué a Roca ya era de noche, creo que era la medianoche. Me restaban 935 kilómetros por cubrir. Paré en otra estación con la esperanza de poder tomar y comer algo, y para hablar por teléfono, pero estaba todo cerrado. Una joven que trabajaba allí me consiguió un café con leche en vaso para llevar. No había tomado nada en todo el trayecto.

Me tocó hacer de noche las partes más difíciles, como el paso por Cipoletti, Allen y Roca, con la autovía en permanente obra. La visibilidad era tan mala y las referencias tan confusas que opté por ir detrás de un camión y seguirlo: era más claro ver sus luces y repetir sus maniobras. Cada tanto debía bajar a una calle lateral al camino principal, para dejarla poco después y volver a bajar más adelante.

En Villa Regina una joven policía que estaba en un control se lamentó de que no hubiera podido conseguir alojamiento allí. Me aconsejó no parar en Choele Choel porque allí había habido varios casos de enfermedad, el primero de ellos precisamente en una estación de servicio. También me aconsejó que tuviera cuidado en La Pampa, que no dejaban pasar a nadie. Ya sabía que en el súbito proceso en que las provincias se constituyeron en reinos independientes había problemas para pasar en algunas.

La noche era especialmente agradable, con un clima muy benigno que permitía disfrutar el viaje cuando me liberaba de las ansiedades más apremiantes. Estaba completamente despierto y feliz de estar avanzando.

Me detuve en Chimpay, era ya más de la medianoche. Cargué nafta y comí algo de pizza y tres manzanas. Para venderme nafta me pidieron la autorización. Los playeros eran muy cordiales. Conversé con un camionero, muy agradable y amable. Volvió a advertirme sobre La Pampa, me aconsejó seguir hasta Río Colorado y cargar nafta allí; agregó que YPF y Shell colaboraban con las medidas del gobierno en cuanto a la circulación de personas y afirmó que no las encontraría cerradas. Eso me tranquilizó, aunque pude constatar que no era así en todos los casos.

Tenía por cubrir 180 kilómetros hasta Río Colorado y temí no encontrar combustible allí, por lo que fijé un crucero a 80/90 kilómetros por hora, que me permitió -con el motor girando a unas módicas 2.800 revoluciones por minuto en sexta marcha- cubrir esa distancia con solo algo más de 5 litros de combustible. La noche era preciosa y realmente disfruté mucho de esa etapa del viaje: el clima, la sensación de haber cubierto algo más de la mitad del camino y la suavidad de la moto. Sentía que luego de tantas imposibilidades y limitaciones al fin estaba pudiendo hacer algo por mí mismo.

El único problema fue que la mayor parte de las veces que me cruzaba con camiones o colectivos los conductores encendían las luces altas al cruzarse conmigo, haciéndome perder visibilidad bruscamente, sin ninguna razón para eso: nunca entendí los motivos por los que hacen eso. Yo llevaba la luz baja y las lámparas led laterales que me aseguraban una perfecta visibilidad. Cada vez que esos incidentes se repetían encendía entonces la luz alta como una respuesta a la agresión.

Al llegar a Río Colorado cargué nafta y el clima varió radicalmente. Empezó a hacer mucho frío. Comí el resto de la pizza y otra manzana de huerta. Me parecieron manjares.

El temido cruce por el reino de La Pampa se redujo a un par de patrulleros en los cuales no había nadie y atravesé dicho reino sin que nadie me detuviera. El frío era tan intenso y la noche tan solitaria y oscura que pensé en algún momento que sería imposible seguir, pero estaba solo la ruta y la banquina estrecha de piedra. Se me vino a la mente una frase del diario de Charles Lindbergh: “No hay más alternativa que el éxito o la muerte”. Y pensé que solo una cosa se podía hacer: seguir.

Eran las 4.20 cuando cargué nafta en Bahía Blanca. Aun no abría la cafetería. Seguí hasta Coronel Dorrego. La YPF estaba herméticamente cerrada.

De pronto comenzó a empañarse el visor del casco por dentro y también los vidrios de los anteojos. Eso sucedió muy rápidamente y a grado tal que comencé a perder visibilidad y decidí detenerme a la entrada de un pueblo para limpiar el visor y sacarme los anteojos. Apenas reanudé la marcha el visor del casco volvió a empañarse y debí dejarlo abierto, entonces el frío y la humedad me castigaron fuertemente los ojos.

La YPF cercana a Tres Arroyos también estaba cerrada. Llegué a una Axion a las 6.15 y cargué nafta. Hacía un frío tremendo y lo sentí más al bajar de la moto. Los playeros me ofrecieron yerba y agua caliente, agregando que la confitería abriría a las 7. Decidí esperar esos 45 minutos, estirarme e ir a tomar mate al baño para no permanecer a la intemperie. Esos mates fueron la segunda bebida caliente desde la chocolatada de las 8 de la mañana. La primera fue el café de la medianoche en Roca.

La humedad pareció levantar pero en el camino hasta Necochea hubo, ya con el sol más alto, varios bancos de niebla que se transformaron en una niebla sumamente cerrada y espesa. Era imposible ver más allá de las marcas de la ruta y debí levantar el visor del casco porque se empañaba por dentro y cada tanto tratar de quitar la humedad de los vidrios de los anteojos.

Circulaba a unos 60/70 kilómetros con temor a las camionetas que pasaban a velocidad elevada aunque no fuera posible ver nada. La temperatura comenzó a subir. Al llegar a Necochea la niebla continuaba. El playero me dijo que seguramente seguiría algo más camino a Mar del Plata. La cafetería estaba abierta pero no se podía permanecer adentro. La joven que me atendió me comentó que debía ser duro para quien viaja en moto el estar siempre a la intemperie. Le comenté mi recorrido desde Chubut y, condolida, me dio una medialuna recién hecha de una bandeja que acababa de traer el panadero.

Efectivamente, a poco de andar salió el sol. Con esas condiciones y el tanque lleno decidí fijar en 130 kilómetros por hora mi velocidad de crucero. Eso me permitió llegar pronto a Batán, donde me paró un control de ruta que me hizo poner la moto en la banquina (en un terreno bastante poco favorable para la maniobra) ya que la carpeta asfáltica, bastante ancha, a cuyo lado se extendía el suelo pedregoso, representaría un obstáculo significativo al momento de sacar la moto, que podría fácilmente tumbarse de allí.

Mostré mi autorización. Daba la sensación de que nunca habían visto una antes. Me preguntaron -como si eso fuera pertinente- si estaba informado sobre la pandemia y qué había ido a hacer a Lago Puelo, interrogándome acerca de con quién vivía y el nombre, número de documento y fecha de nacimiento de mi esposa para concluir diciendo que, tras unas averiguaciones, si el jefe lo autorizaba, podría seguir la marcha.

Comencé a ver todo negro y les dije que tenía una autorización del Poder Ejecutivo, precisamente para volver a mi casa y que nadie tenía facultades para detenerme. Son disposiciones federales, me dijeron, a lo que contesté que era abogado y que había trabajado 42 años en la justicia federal y que sabía de lo que todo esto se trataba. “No se enoje”, me dijeron, agregando que al llegar a mi casa debería hacer una nueva cuarentena. Les respondí que ya lo sabía porque mi médico clínico así me lo había indicado. Me permitieron salir y me costó sacar la moto -215 kilos más equipaje- del lugar adonde me habían obligado a ponerla.

Más adelante un camión accidentado en la ruta 88 me obligó a desviarme y salí a una avenida que pensé que era Jara pero que en realidad era la 39 y me alejaba a medida que pensaba estar avanzando hacia mi casa. Me parecía mentira estar de nuevo en Mar del Plata. Después de varios rodeos conseguí encaminarme y llegar a la tierra prometida que desde hacía un mes atrás era mi casa. De camino advertí que el tránsito de la ciudad era casi el normal. Llegué a eso de las once y media. Todo el viaje me demandó unas 26 horas de marcha.

Sentí entonces el significado de una de las frases del comienzo de “Tierra de hombres”, de Saint Exupery: “El hombre se mide frente al obstáculo”.