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Opinión 2 de abril de 2017

La patria futbolera… y caníbal

por Walter Vargas

El severo intercambio entre Javier Mascherano y un ex preparador físico del cuerpo técnico de Alfio Basile y el runrún en torno a Edgardo Bauza son apenas dos eslabones de la vasta cadena que constituye a un universo, el del fútbol profesional, que en nada se corresponde con el blanco imaginario que cultiva o necesitar cultivar el hincha promedio, el que no es barrabrava y ni siquiera está cerca de la olla donde se cuecen las habas de los protagonistas.

En una semana de Cabildo Abierto acerca de la Selección, de la permanencia de Bauza y de la permanencia incluso de varias estrellas que hasta no hace mucho eran más intocables que Nicolino Locche, raro hubiera sido que no aparecieran opinadores fuera de catálogo, testimonios “reveladores”, trapitos al sol y otras infusiones.

Carlos Dibos, preparador físico del segundo ciclo de Basile al frente de la Selección, encendió el fuego con leña vieja que, sin embargo, actualizada por la agenda crepitó de lo lindo: los históricos de la Albiceleste, los conocidos de siempre, vulgo “los amigos de Messi“, habrían tenido influencia en la prematura y descolorida salida del aguardentoso Coco.

Tenis de mesa al margen (Mascherano replicó, Dibos replicó a la réplica), este guiso recalentado que data de 2008 admite varias observaciones, pero ninguna deja en estado de pureza ni a Basile ni a Mascherano y compañía.

Basile ya estaba desgastado por el funcionamiento del equipo y por un estilo de conducción que no calaba de forma positiva en el plantel y el plantel no hizo mucho para respaldarlo ni tampoco antepuso premisas éticas para disipar el abierto desembarco de Diego Maradona.

Esto fue así, le duela a quien le duela, más cantado que “Color Esperanza” de Diego Torres y nada sorprendente en un fútbol, sic del propio Basile, donde “el más bueno es el que te traicionará último”.

Fútbol profesional, entiéndase, un vasto territorio que excede sus dos valores más altos, su razón ser: la exaltación de la belleza del juego en su máxima expresión y una profunda comunión de pertenencia y fervor como se da en pocos ritos masivos, y habría que ver cuáles son los otros.

Sellada la descomunal magnitud de lo que representa el fútbol hacia el afuera, urge formular la pregunta del millón que atañe al adentro del futbol: ¿es posible la pureza o por lo menos una mímica de pureza en un mundillo donde sus protagonistas inmediatos tienen a mano el póker de la visibilidad, el reconocimiento, la fama y montañas de billetes?

¿Es posible o meramente esperable que reine el noble desinterés ahí donde casi todo lo que consta en stock es el interés y por carácter transitivo la casquivana, irresistible dama de las ansias de poder?

La patria es futbolera y al tiempo es caníbal, voracidad que hace a la quintaesencia de los que juegan, de los que dirigen a los que juegan, de los que dirigen a los que dirigen, de los que aprecian a los que juegan y también, en alguna medida, por qué no admitirlo, a los que narramos los sucesos de los que juegan.

Visibilidad, reconocimiento, poder, fama, fortunas obscenas, egos, doping, insidias, conspiraciones, soborno, incentivación, partidos y campeonatos amañados, barrabravas, corrupción a gran escala, alianzas espurias, crispación, manipulación, sigan firmas, son constitutivas del fútbol profesional, son lastres estructurales.

¿Es lo único que hay?

No, desde luego que no: también, y a veces sobre todo, si no qué sentido tendrían estas líneas, el fútbol alumbra maravillas de manantiales diversos.

Eso sí: beber de esos manantiales de aguas mansas y vivificantes implica un cierto grado de negación.

“En el boxeo no hay carmelas descalzas, m’hijo”, solía advertir el maestro santafecino Amílcar Brusa, hacedor de unos cuantos campeones del mundo y forjador del mismísimo Carlos Monzón.

Tal vez a eso mismo se refería el ya legendario Roberto Perfumo cuando hacía la siguiente observación: “No es bueno que el hincha se asome a todo lo que no se ve del fútbol profesional, del mismo modo que no es recomendable asomarse a la cocina del restaurant donde te preparan el sabroso plato que pediste. En los dos casos se corre el serio riesgo de que se pierda el encanto”.

Télam.



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