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La pérdida más intransitable

por Walter Vargas

 

Desde cierta perspectiva, la prematura muerte de Diego Armando Maradona perfilaba como factible pero una vez consumada se revela como imposible de asimilar, como si fuera una pesadilla de las que castigan cada noche, como si hubiéramos quedado atrapados, prisioneros, engrillados, a una desdichada perplejidad.

¿Por qué la partida de Diego era factible y aún en las imaginerías más optimistas, era avizorada excesivamente lejana?

Factible, desde luego, por lo que se sabía, por lo que presumía con visos de realidad y por lo que se deducía.

Si se quiere, por el camino de la lógica formal: Maradona tenía 60 años, pero su deterioro excedía con holgura la mera influencia de la cronología biológica. Un corazón castigado, sobrepeso, dificultades respiratorias, limitaciones neuromusculares, sigan firmas.

Y si todo eso fuera poco, cuidados brumosos, deficientes, que dejaban mucho que desear y poco o nada se correspondían con la entidad misma de Maradona y con la red de contención que se descontaba debería de serle propia.

Las últimas imágenes de Diego en público fueron penosas y evitables: ¿qué sentido más que el del rédito demagógico, cuando no económico, abiertamente cruel, tuvo la tristemente exposición en la cancha de Gimnasia, el día de su último cumpleaños?

Nadie, nunca, nadie, supo o quiso dar una explicación honesta, acorde, íntegra. En sus conciencias pesará.

Pero el fenómeno más paradójico nos remite a una tautología más argentina que la argentinidad misma: Maradona es Maradona.

Y como Maradona era Maradona, su ausencia física se perpetuó como un imposible de asimilar. Siempre pulsó y prevaleció el pensamiento mágico de una recuperación más, de una convalecencia más, de una revitalización más, de una refundación más. ¡De una vida más!

Como Maradona y la magia siempre se habían llevado bien, maravillosamente bien, en el simétrico hechizo del sinónimo, del espejo, del equivalente, quisimos, elegimos querer o se nos impuso la ilusión de que Diego sería eterno.

No contemplamos -quién iba a reparar en las precisiones etimológicas de la RAE- que ilusión deriva de iluso y que comporta cierta inocencia. Que las cosas suceden o no suceden sólo porque las deseamos de tal o cual modo.

Tanto jugamos con la metáfora del Dios/Diego, tanto jugamos con su quimérica literalidad, que un 25 de noviembre nos desayunamos con que la deidad era deidad (es, será) sin dejar de ser el Pelusa de Villa Fiorito.

¡Y resulta que el Pelusa de Villa Fiorito era mortal!.

Ha pasado un año, de la muerte de Maradona no hemos regresado y vaya a saber si algún día podremos regresar.

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