Interés general

La robusta, Dios y la patria

por Nino Ramella

Estoy arriba de un micro que me lleva de Riga a Varsovia. Nunca estuve en Letonia ni en Polonia. En medio, con una breve parada en Vilna, Lituania se convierte también en una experiencia inaugural. El terreno es llano. Hay bosques frondosos. Coníferas. Muchos pinos. No entiendo mucho -bah! ni poco- del mundo vegetal, pero me arriesgaría a decir que también hay bastantes abedules a juzgar por su tronco más bien delgado y derecho y el color de su corteza. De tanto en tanto abras y pequeñas granjas.

Podría ser un paisaje argentino o de muchísimas otras partes del mundo. La diferencia la marcan la tipología constructiva de las pequeñas casas que veo -aunque a algunas no podríamos asignarle origen-, muchas de ellas con techos a dos aguas muy marcados, y los carteles en una lengua indescifrable.

Se ve que la naturaleza hace menos distingos que nosotros. Los árboles y el pasto crecen igual. Los ríos y los arroyos se comportan igual. Las nubes, la lluvia, el viento…sí, ya sé esas cosas no son exactamente iguales según dónde nos ubiquemos en nuestro planeta, pero la cultura abre más brechas que los océanos. Estoy seguro de eso. Me detengo a pensar en esta última frase, que me surge justo a mi que mal o bien me he dedicado a promoverla. No reniego de mi frase.

En mis viajes trato hasta lo indecible de evitar prejuicios o hacer desaparecer las diferencias culturales. Y cuando algo me fastidia apelo a mi infalible salvavidas: el humor. Una joven robusta de pelo corto me pidió los pasajes antes de subir al micro. Chequeó severamente mi pasaporte. Escudriñó mi cara. “Warsawa” dijo mirándome fijo y señalando la parte trasera del coche para dejar ahí mi valija. Otros pasajeros van a otras ciudades. Yo a Varsovia.

Como el asiento que yo mismo había elegido, el primero, me resultaba incómodo me fui atrás del micro, donde no había nadie. Arrancamos. La robusta viene con nosotros. De pronto sube y comienza ¡otra vez! a pedir los pasajes. ¡Y yo atrás! Fui corriendo a donde tenia mi mochila con el pasaje. Me miró mal. Finalmente volví a dárselo. Con cara de repetir como una autómata el cantito cotidiano me advirtió que no podía fumar, dónde estaba el baño, la salida de emergencia y cuánto costaban las vituallas que yo quisiera consumir.

Asintiendo con la cabeza me autorizó a ocupar el asiento que no era mío. Pero no me di por vencido. Hurgué en mi mochila y encontré el gesto agradable de argentinidad que llevo en mis viajes: una Vauquita. “It’s a vey typical sweet from my country, Argentina. Dulce de leche. It’s just milk and sugar boiled”… y pongo carita de santo. Y aunque ustedes no lo crean ¡le arranqué una sonrisa!

Me quedo pensando en qué derecho tenemos a fastidiarnos porque no es fácil que en muchos países de la región sus habitantes sonrían. O en qué derecho tenemos a dar por cierto un argumento inventado por nosotros mismos: “es el efecto residual de la opresión soviética durante tantos años”. Es un argumento que se adapta fácil a nuestra mirada. Pero acaso haya otras razones… el clima podría ser uno. O simplemente, y he aquí la diferencia sustancial que nuestro prejuicio impide ver, es que sonreír y tratar de agradar a algún desconocido interlocutor no tiene valor cultural alguno en esta sociedad y quien lo hiciere no podría ser visto, de acuerdo a los códigos lugareños, más que como un bobo.

Sigue pasando por mi ventanilla un paisaje que atrae. El terreno se parece ahora, con muy bajas lomadas, al uruguayo. Los campos de colza pintan en medio del verde un amarillo intenso. Me hace acordar a Inglaterra, donde descubrí por primera vez este cultivo con su color rabioso y un olor poco agradable. Hay muchos kilómetros sin alambrado y cuando hay no es de púas… es tejido, pero no en rombos como estamos acostumbrados a verlos, sino en cuadrados. Animales no he visto. Deben estar estabulados. Lo que sí vi fue un cartel de esos de vialidad advirtiendo de la existencia de venados.

Los letones pasaron 51 años dominados. Tanto por la Alemania nazi hasta el término de la guerra como por la Unión Soviética que la había anexado en 1940 a la URSS y volvió a hacerlo al término del conflicto. Miro el campo y pienso en la época de la guerra. ¿Habrán usado los invasores el mismo camino que recorro yo? Como mi destino es Polonia y de allí vinieron deportados unos 24 mil judíos (casi a la mitad los exterminaron) me imagino que las vías del tren no estarán lejos.

Estoy viendo el mismo campo, acaso los mismos bosques y seguramente los mismos arroyos de aquella niña, de aquel abuelo que metieron a la fuerza en un vagón hacia el peor destino. Estoy haciendo este recorrido casi en verano. Los deportados vinieron en invierno. Me quedo pensando en los sueños, los amores y desamores, en todo lo que una persona siente y vive…y de los que, por supuesto, no ha quedado registro alguno.

El sol dibuja un eterno atardecer. Por esta época en estas latitudes no se decide a ocultarse.

Pienso en mi desconfianza de los alcances de la palabra patria. Creo que al menos en el sentido que la mayoría le confiere debo ser el menos patriota de los argentinos. Por cierto -y por si fuera menester aclararlo- que mi costado emocional está ligado a mi gente, a mi ciudad, a mis costumbres, es decir a ese olor que a uno lo constituye. Quisiera morirme en ese contexto. Pero tengo escaso -por no decir nulo- respeto por cualquier ideología que excluya cualquier cosa que no se encuadre dentro de un nacionalismo patriótico.

Se ha dicho que la patria es la infancia. Creo que tiene mucho de verdad. Pero no tengo un sentimiento de orgullo nacional, ni me creo socio de una propiedad territorial. Sólo creo que alguien puede sentirse orgulloso sobre lo que ha tenido algún mérito. Yo he tenido el mejor padre que alguien pueda aspirar a tener. Un hombre moralmente intachable, generoso y lúcido. Agradezco haberlo tenido, pero no siento orgullo. Sería arrogarme un privilegio inmerecido. En igual sentido no me creo con derecho a sentir orgullo por lo que de bueno en un país hayan hecho otros.

Borges repetía que él soñaba con un mundo sin fronteras. Sintonizo con esa idea de modo pleno. Por eso cuando viajo trato de ver al otro como a un prójimo. Alguien de quien puedo aprender. Al fin de cuentas el ser humano, viva donde viva, está acosado por similares acechanzas existenciales. La gente en todos los rincones del mundo comparte los mismos sueños. La diferencia estriba en sus circunstancias. Algunos quieren salvar su propia vida. Otros declaman querer salvar el mundo. Entre unos y otro los matices son infinitos.

Acaso la palabra patria haya descendido al rango repudiable en mi escala axiológica por las exactas razones que ubico en el mismo escalón a la palabra dios. Tantas atrocidades, tantos genocidios basados siglo a siglo en sus nombres, que no puedo menos que reaccionar aterrado cuando escucho alguna de esas dos palabras…alarma que se agrava cuando las escucho juntas.

Pasa un cartel. Alcanzo a descifrar que faltan 174 kilómetros para llegar a Vilna. No tengo idea de si ya dejamos Letonia para entrar a Lituania o si todavía falta. El sol sigue alto. Como no soy un improvisado me traje un antifaz. No puedo dormir si hay claridad. Otra de las cosas que me une a Borges. Lástima que su genio no esté entre ellas.

Paramos en un pueblo. Miro para todos lados para saber cómo se llama. No me arriesgo a decirlo. Capaz que es el nombre de un supermercado. En una estación de servicio leo cuánto cuesta el combustible “95”… 1,116 euros…¿el litro? ¿el galón? Algunos compañeros de viaje se bajan del colectivo como disparados por vaya a saber uno qué apremio. El humo del cigarrillo junto a mi ventanilla me da la respuesta.

El pueblo tiene casitas simpáticas y también edificios de poca altura pero anchos, de reconocible estética soviética. En las afueras modernos galpones, casas viejas de madera y también alguna casa importante.

El sol sigue ahí. Ahora tomamos la A2. Los árboles, los campos de colza y el sol inmutables. Todo vuelve a ser planísimo, como ese vértigo horizontal con el que Ortega definió a nuestra pampa.

El camino impecable. Es una autovía con dos carriles de ida y dos de vuelta.

El sol se animó a bajar un poquito más, no mucho, pero alcanzó para que el paisaje se vuelva dorado. ¿Seguiré en Letonia? Un cierto olor a comida invade el micro. Nada desagradable. Más bien estimulante. Si uno quiere comer lo paga. Una hamburguesa 2,80. Una sopa 1,50. Lo más caro es lomo strogonoff a 4,90. Una coca 1,50. Ah! veo en el menú que también puede comprarse un set de viajero consistente en almohada, tapones para los oídos, y antifaz…por 4 euros.

Se acerca otra ciudad. Se la ve importante. ¿Será Vilna? El sol se escondió a las 21.40 pero hay absoluta claridad. Si…¡es Vilna! Decenas de edificios igualitos. No muy altos. Son lo que nosotros llamaríamos complejos habitacionales. Hay terminados y algunos en construcción. Se la nota una ciudad pujante. Muchas fábricas y automotrices en su periferia. Vamos hacia el centro…al menos supongo que la Estación Terminal debe estar en el centro. En algunos países, como este por caso, me asombra no ver un alma en las calles. ¡Y no estamos en invierno! Acá la nafta “95” a 1,152.

Llegamos a la Estación. No parece muy céntrica. A lo mejor Vilna no tiene centro. Se bajan varios pasajeros. Algunos son los viciosos. Pero otros parece que se quedan. Unos pocos suben. Espero que no me saquen el asiento cómodo que encontré en la última fila. Mmm…son muchos…seguro que me lo sacan.

Desde mi ventanilla veo que “la robusta” chequea pasajes y documentos. Sigue severa. Estudia a los pasajeros sin blandura alguna. Tendrían que haberle traído una Vauquita.

Sí, me echaron. Un matrimonio joven con tres hijos. Él con piercings y una pequeña galerita con la union flag pintada. Pero no fue grave. Encontré dos asientos libres en una fila. Ahora sí, a las 22.23 la oscuridad está por alcanzarnos. En realidad estamos en la “hora sublime” cuando el cielo se vuelve de ese azul intenso que todavía no alcanza la negrura.

Sube “la Robusta”. Vuelve a pedirles los tickets a los pasajeros que acaban de subir y a quienes ella controló los pasajes hace un instante. Otra vez el cantito repetido. En letón y también en inglés. Pone cara de nada y repite todo sin emoción alguna. Les habla de los baños, de la salida de emergencia, de las comidas y termina admonitoria: “And remember…¡dont smoke inside the bus!”.

Ya la oscuridad se tragó el paisaje y con ello mi relato.

Llegamos a Varsovia a las 5.45. La Robusta vino a devolvernos los papeles y pasajes tal como había prometido. Me pregunto que hizo con ellos durante este tiempo. Controló todo antes de subir al micro. Volvió a hacerlo arriba del micro y encima se llevó pasajes y recibos para un control más intenso durante el trayecto. Misterio.

Me bajo. El sol de Varsovia a esta hora me ciega. Pero antes saco una foto al colectivo y a la Robusta firme como un granadero a su frente. Inmediatamente desaparece. No le gustan las fotos. Ella sigue a Berlín. Yo me quedo acá.

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