Opinión

Macri-Alberto: cada cual atiende su juego

por Jorge Raventos

Ya en la recta que conduce al traspaso de mando en Argentina, la política local produce sus ajustes de última hora mientras observa atentamente lo que ocurre en la región, donde se registra un doble regreso al escenario: el de las grandes manifestaciones que se despliegan en las calles y, en paralelo, el de una incipiente presencia activa de los militares; en algunos casos (el Brasil que preside Jair Bolsonaro, pero también la Venezuela de Nicolás Maduro) para virtualmente cogobernar, en otros (Ecuador, Chile, Perú, tal vez Colombia), para prestar auxilio a los gobiernos civiles en funciones, y ya en otro (Bolivia) facilitando el derrocamiento del presidente en ejercicio.

La política y lo fáctico

La calle y los cuarteles aparecen como tentaciones alternativas o complementarias cuando los sistemas políticos no dan respuesta a la creciente insatisfacción de las sociedades. Los estudios demoscópicos registran ese paulatino desplazamiento. Uno de ellos, por caso (de la firma Latinobarómetro), pinta un paisaje regional que ilustra los cambios de la opinión pública en relación con décadas anteriores: las fuerzas armadas aparecen como una institución sumamente confiable: con 44 por ciento de sustento, superan por poco a la Iglesia, duplican al Poder Judicial y cuadruplican a los partidos políticos.

“Fruto de la proliferación de casos de corrupción -corrobora Francisco J. Verdes-Montenegro Escánez, investigador del Instituto Complutense de Estudios Internacionales de España en un estudio sobre ‘la remilitarización política latinoamericana’-, la clase política y los partidos políticos en general han sufrido un importante desprestigio, mientras las Fuerzas Armadas y la Iglesia han quedado como las instituciones que aglutinan un mayor nivel de confianza por parte de la ciudadanía”.

Hasta el momento Argentina ha sorteado las explosiones sociales (y las tentaciones alternativas), no porque no se encuentre extendida la insatisfacción, sino porque las mediaciones políticas (poderes nacionales, provinciales y municipales; movimientos sociales, sindicatos, partidos) han tenido elasticidad y capacidad de contención y generación de esperanzas.

Lo que sostiene esa capacidad es, sin embargo, una administración precaria y endeudada, un sistema productivo de baja eficiencia (salvo en algunos sectores), una vinculación con el mundo poco significativa para esta época de globalización. Si se quiere consolidar aquella estabilidad política que hasta aquí ha protegido al país de las tormentas que azotan la región se vuelve acuciante apuntalar sus endebles bases actuales.

Política doméstica y política exterior

Tanto el presidente entrante como el saliente dedican estos días a ajustar las clavijas de sus respectivas coaliciones para una nueva etapa.

El lunes 18, Alberto Fernández visitó a Cristina Kirchner en el departamento que ella mantiene frente a la plaza Vicente López. Recién retornada de La Habana, la vicepresidente electa lo esperaba junto a su hijo Máximo y el próximo ministro de Interior, Eduardo de Pedro. Al retirarse, unas horas más tarde, Fernández declaró a la prensa que “ya tenemos listo el gabinete”. Fue -podría decirse- un gesto de voluntaria colaboración con los críticos que lo pintan como dependiente de instrucciones o directivas de quien será su vice. En rigor, el mandatario electo trata de componer un puzzle de numerosas piezas que incluye por cierto la coalición con la que logró la victoria electoral pero va más allá de ella.

Tendrá que afrontar ni bien asuma fuertes compromisos de la deuda pública, que requieren, para no estar desgajadas de un plan general, negociaciones previas con el Fondo Monetario Internacional, las que a su vez exigen la buena voluntad de actores influyentes, en primer lugar, el gobierno de Estados Unidos.

Fernández estableció en principio un buen contacto con la Casa Blanca, tanto en su conversación telefónica con Donald Trump como en las charlas que mantuvo en Méjico con dos enviados de aquel (Mauricio Claver y Elliot Abrams), pero después de esos acercamientos se desató la crisis boliviana. En algunos círculos próximos al presidente electo se observó con preocupación el aliento que Trump ofreció a la desobediencia militar que facilitó el derrocamiento de Evo Morales: ¿asistíamos, acaso, como evocó el propio Fernández, a un revival de aquella política de los ‘70 en la que sectores militares del continente operaban como correas de transmisión del establishment estadounidense?

“Cuando se habla de la influencia del Comando Sur en los asuntos de nuestros países no siempre hay conciencia de la importancia que la región tiene para Estados Unidos”, advierte, por caso, Horacio Verbitsky en su sitio web, El Cohete a la Luna.

El presidente del CELS no es una figura del albertismo (un ismo que, aunque no existe todavía, resume provisionalmente al sector del Frente de Todos menos allegado al clásico cristi-kirchnerismo), pero expresa una línea de pensamiento que atraviesa al conjunto de la coalición.

Esa manera de leer la realidad no solamente prevé conflictos con Estados Unidos y augura intrigas análogas a las que observa en Bolivia, sino que, en cierto sentido, espera que se concreten y confirmen sus sospechas. Las visiones simplificadoras necesitan realidades simplificadas.

Alberto Fernández prefiere no ver los hechos con perspectiva conspirativa: dijo lo que dijo sobre la reacción de Trump frente a Bolivia, pero cree que Washington va a ayudar a su gobierno en el tema de la deuda y que no está interesado en que cunda el desorden institucional en América del Sur. Fernández no ignora, obvio, que Estados Unidos tiene intereses que preservar en la región pero cree que esos intereses no son, en principio, incompatibles con una estrategia argentina de desarrollo.

La fuerza del destino

A veces, sin embargo, los juegos se complican. El lunes 18, en el departamento de la señora de Kirchner, al dar los últimos (o penúltimos) retoques a su gabinete, se decidió un cambio que quizás complique el paisaje. Fernández, contrariando su propio deseo (no quería tener en su gabinete ministros que repitieran un destino anterior) terminó eligiendo para la cartera de Defensa al santafesino Agustín Rossi, que hasta ese momento se preparaba a ser jefe del bloque oficialista de diputados. El enroque le permite a Fernández conseguir dos objetivos simultáneamente: satisfacer a Cristina Kirchner (que abrió la puerta para que sea su hijo Máximo quien lidere al oficialismo de la Cámara Baja) y facilitarle el trabajo a su aliado firme, Sergio Massa, futuro presidente de la Cámara, que no sintoniza bien con Rossi, pero sí con Máximo.

El precio que paga Fernández es, sin embargo, potencialmente alto: Rossi es un K ideológico, tiene una mirada parecida a la de Verbitsky en el tema Defensa y, aunque es un político maduro, quizás no es la figura más amigable para mantener una relación con Estados Unidos en una problemática que Washington siempre tiene entre sus prioridades.

Recursos escasos

El movimiento de Rossi no es el único que Fernández producirá antes de asumir. Ya se ha abierto la posibilidad de otro enroque con el ofrecimiento inesperado de un cargo en el gabinete al senador cordobés Carlos Caserio. Fernández intentó con esa invitación liberar otro casillero para aceitar la coordinación de la Cámara Alta: Caserio, un peronista no K, resistía la unificación de bloques de senadores porque no quería dejarlos bajo dirección kirchnerista. Para permitir la movida, la señora de Kirchner resigna su deseo de que el bloque sea conducido por su seguidora mendocina Anabel Fernández Sagasti, y así, de haber unificación, presidiría al conjunto el formoseño José Mayans, que ha sido parte del bloque no K que supo dirigir Miguel Pichetto y que quedó en manos de Caserio cuando Pichetto cambió de divisa.

¿Qué cartera se le ofrece a Caserio? Hay quien supone que sería Transporte, para la que sonó en algún momento Florencio Randazzo (al parecer objetado por la señora de Kirchner). También podría ser Obras Públicas. Si este fuera el caso, Fernández estaría postergando una jugada política audaz: él pensaba entregarle esa cartera a Gabriel Katopodis, un jugador del equipo de jefes territoriales amigos del conurbano, es decir, una no tan sutil cuña de la futura Casa Rosada en el distrito que gobernará Axel Kicillof.

Otro ajuste, tal vez el más importante: Guillermo Nielsen, que venía probándose el traje de ministro de Economía (después de haber preparado el terreno para ocuparse de energía, de petróleo, de Vaca Muerta) parece ahora destinado a un desplazamiento: total (correrse del área) o parcial (si se fragmenta el manejo económico de la negociación de la deuda). Aunque Nielssen es un experto en el tema deuda (fue el encargado de la negociación en el período Néstor Kirchner- Roberto Lavagna) ha surgido un personaje con ideas que entusiasman más al presidente electo. Se trata de Martín Guzmán, un académico de la Universidad de Columbia que suele firmar asociado con el Premio Nobel Joseph Stiglitz (economista heterodoxo admirado por la señora de Kirchner, dicho sea de paso).

Guzmán, que se reunió en octubre con Sergio Massa en Nueva York, tiene una solución para los problemas urgentes de deuda que acosarán al próximo gobierno: postergar el pago de capital e intereses por dos años.

“Reperfilar los vencimientos resulta imperioso -sostiene Buján-. El tema es qué tipo de reperfilamiento hacer. En mi opinión, no sólo deben incluirse el capital sino también los intereses”.

Nielsen, que siempre seguirá trabajando para Fernández, tiene el deseo de monopolizar los puestos de quienes serían sus principales colaboradores. Fernández (y quizás Cristina) quieren tener a Buján en el equipo. En esta materia también -como enseñan los economistas- las necesidades superan a los recursos. Lo razonable es que no sea el Presidente quien ceda, por más que él prefiera a Nielsen por sobre otros óptimos candidatos.

Ajustes opositores

En Juntos por el Cambio también abundan los ajustes (que seguramente continuarán más allá de la entrega del poder). Los temas centrales, en este caso, tienen que ver con la estructura de la coalición (más piramidal, con Macri como vértice, como quieren los hombres del presidente que sale; más horizontal y participativa como esperan los radicales) y, en definitiva con el liderazgo de la oposición al próximo gobierno y con el tono que adoptará esa oposición.

Macri va definiendo su juego: quiere a Patricia Bullrich como jefa del Pro. A la vista de que Fernández se ha vuelto decididamente verde en materia del tema aborto, Macri ha optado por el celeste. Todo augura un deseo de polarizar con el próximo gobierno, sobre todo en materias sensibles: seguridad, aborto, corrupción, y sostener en ese posicionamiento el liderazgo de Macri como expresión del activismo opositor que acompañó el 40 por ciento de los derrotados de octubre.

El radicalismo se prepara para resistir esa tendencia. La renuncia del ministro de salud de Macri y el apoyo que le brindaron sus correligionarios de la UCR (que llegó a una declaración del comité nacional) indica la voluntad de resistir.

Desde su mirador porteño, Horacio Rodríguez Larreta, el mandatario más poderoso de la coalición que deja el gobierno, atiende su juego distrital y mira el futuro con paciencia. Está convencido de que, cuando llegue el momento de discutir en serio cuestiones de poder (más que de figuración), será él quien tendrá en sus manos cartas ganadoras.

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