Los cables a baja altura sobre la calle. El camión que los derriba. La cuadrilla tercerizada que los repone pero abandona los viejos sin valor en la vereda. Los adolescentes sin conciencia ni entretenimientos sanos en un barrio periférico. El hombre que una noche lluviosa de invierno vuelve de un trabajo informal, mientras lucha en vano contra sus fantasmas y su destino trágico.
Por Bruno Verdenelli
verdenelli @lacapitalmdq.com.ar
El actor, director y especialista en cine Sebastián De Caro hablaba días atrás en un programa de streaming -cuyo recorte luego se viralizaría- acerca de la creciente incapacidad del público actual para discernir entre tramas y temas de ciertas películas o series. Explicaba entonces lo obvio: la trama es el desarrollo de los acontecimientos narrados y el tema es lo que hay de fondo, lo que los genera o lo que subyace de los mismos.
Para citar un ejemplo, “Río Místico”, obra maestra del genial Clint Eastwood -verdadera leyenda hollywoodense si las hay-, relata la historia del crimen de la hija de un hombre “pesado” de un barrio de Boston, cuya principal sospecha recae sobre uno de los integrantes de su propio grupo de amigos de la niñez, que a su vez sufre un grave trauma producto de un abuso sexual infantil. La introducción, el nudo y el desenlace -tan abierto y cerrado a la par- de los hechos, basados en la novela homónima del escritor Dennis Lehane, quedan al descubierto tras 137 minutos de drama, tensión y suspenso.
Ahora bien, el hilo de la película, la problemática, el tema principal que recorre toda la narrativa de ficción, es el destino de cada uno de los personajes. La cuestión de fondo son los roles que cada uno ocupa en la sociedad, que parecen haber sido distribuidos azarosamente o no en forma previa, y cómo no pueden escapar de ellos por mucho que lo intenten ni a pesar del paso del tiempo.
La semana pasada, prácticamente en simultáneo con la viralización de la reflexión de De Caro sobre trama y tema, en Mar del Plata se produjo un hecho casi inverosímil: José Emilio Parrada (40) murió en su moto decapitado al atravesar un cable colgado a media altura a propósito, en medio de una calle del sudeste de la ciudad, entre un árbol y un poste de luz. Los hechos, luego reconstruidos mediante el trabajo de tres fiscales distintos, indicaron que tres adolescentes de entre 13 y 15 años habían sido los responsables de causar la tragedia, motivados presuntamente por una travesura.
José Emilio Parrada.
La trama de esta triste historia, si se establece un paralelismo relativo con todo lo anterior, indica que dos días antes de aquello, un camión que circulaba por la cuadra de Soler, entre Cerrito y Marcelo T. de Alvear, había derribado una parte del tendido de fibra óptica después de que éste se desprendiera de manera parcial de su correspondiente altura, tal vez por el viento y las contingencias climáticas del invierno, el propio desgaste de la infraestructura no dimensionado, o simplemente debido a un error laboral accidental previo, la impericia y el desinterés. O quizás por todo eso junto.
Lo cierto es que los vecinos del barrio Cerrito reportaron el siniestro y alguna firma contratista de la empresa que presta allí el servicio de internet en hogares envió a una cuadrilla para que colocara los nuevos cables en los postes. Y los anteriores, que no tenían valor económico como sí solían tenerlo los que en el pasado se fabricaban con cobre, pero eran constantemente robados, quedaron tirados en la calle. Es decir, ninguno de los operarios tuvo el decoro ni la responsabilidad de llevárselos para después arrojarlos en un volquete o en donde correspondiese. Y ningún trabajador de limpieza del municipio pasó a recogerlos tampoco. Peor aún, quienes sí lo hicieron tuvieron una idea irracional de qué hacer con aquellos…
La tormenta perfecta
El lunes 14 de julio a las 20.20, Parrada volvía de trabajar como filetero en una pesquera del Puerto. En medio de la oscuridad, y a una velocidad indeterminada pero evidentemente considerable para que el desenlace fatal fuera inevitable, se dirigía en su motocicleta hacia la casa que compartía con su mujer y los hijos de ella, a quienes criaba como propios. En medio de la noche lluviosa, seguramente no alcanzó a divisar el cable que atravesaba la calle Soler, lo que derivó en su muerte instantánea.
En el comienzo de la investigación, los fiscales Rodolfo Moure, primero, y María Florencia Salas, después, amparados en su olfato presuntuoso y su experiencia en materia de criminalística, sospecharon que alguien le había intentado tender una trampa a Parrada para que frenara su marcha o se cayera de su vehículo, y así poder asaltarlo. Sin embargo, un video que tomó una cámara de seguridad instalada en una casa de la zona dejó al descubierto que quienes habían manipulado aquel cable minutos antes de lo sucedido eran a toda vista adolescentes, por su contextura física muy probablemente no punibles en el marco de la ley argentina.
Hasta entonces, todavía no había sido descartada la hipótesis del intento de robo. En rigor, formalmente aún no lo está, pero luego del avance en la causa judicial derivada al Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil, tras la presentación voluntaria de un testigo, se estableció que la maniobra de colocación del cable había sido “una joda”, “una broma”, “una travesura” de púberes que deambulaban por la zona y solían pasar tiempo en la plaza Niños de América Latina, ubicada en la esquina de Soler y Marcelo T. de Alvear, y que por su edad jamás serán juzgados ni pasarán un minuto detenidos.
También se supo mediante la pesquisa, por un “atajado” parte policial, que Parrada había sido, en el pasado, un joven con conflictos penales menores, derivados de una severa adicción a sustancias tóxicas contra las que combatió hasta el día de su muerte, aferrado a la religión. “Entonces invocarás, y te oirá el Señor; clamarás, y dirá él: Heme aquí. Isaías 58:9”, rezaba la estampita pegada en su teléfono celular, secuestrado en el lugar de su fallecimiento.
De esa trama, entonces, puede desprenderse finalmente como tema de fondo la degradación social, que queda exhibida con este caso en el que no existirá una resolución judicial reparadora, ni mucho menos un análisis exhaustivo de parte de la comunidad en virtud de comprender por qué los hechos narrados, indicios de la existencia de problemas a cualquier nivel, se encadenaron para que todo acabara mal.
Los cables a baja altura sobre la calle, de los que nadie se percató y algo por lo cual a ningún ciudadano de un país en estado crítico, de urgencias mucho más claras, se le ocurriría reclamar. El chofer del camión que no los avistó o, negligente, calculó mal su maniobra y los derribó. La cuadrilla tercerizada de trabajadores que no se representó siquiera un posible y obviamente lejano daño ambiental producto de su omisión al abandonar el rollo de vieja fibra óptica, sin valor, en la vereda. Los adolescentes sin conciencia, educación ni entretenimiento sano en un barrio periférico, y mucho menos inteligencia y sentido común para vislumbrar una tragedia. Y, finalmente, el hombre que en el pasado pudo haber sido uno de esos mismos jóvenes, y que ya con 40 años, una noche fría de invierno, volvió con premura desde su puesto de trabajo informal hacia el refugio de su casa, mientras luchaba en vano contra sus fantasmas y su destino trágico. La tormenta perfecta.