El País

Nosotros, los de siempre

Por Susy Scándali

Eramos pibes. Recién nos asomábamos a la vida y lo que pispeábamos no nos gustaba mucho. Cursábamos la secundaria y en las clases de Educación Democrática no nos dejaban hablar de dictadura. Vivíamos en dictadura pero no podíamos hablar de ella. La democracia, era una figura que sólo estaba en los libros. Estudiábamos lo que nunca habíamos vivido, o que por lo menos no recordábamos. En primer año me desaprobaron un exámen por haber hablado de “la fuerza de las botas”. Así estábamos.

Pero con ganas de cambios, estábamos.

Y las cosas, empezaron a cambiar. Volvió la democracia -cortita, endeble, es cierto, pero democracia al fin- y pudimos empezar a hacer las cosas que hasta el momento estaban prohibidas, hasta ir a los cines para ver pornografía e historia, todo al mismo tiempo. Porque de la mano de la democracia, también llegó el “destape” y tuvimos la libertad de ver relaciones carnales, culos y tetas, lo que para nosotros era pornografía pura y después nos dimos cuenta, era arte puro, sin censuras. Y pudimos ver películas sin que nadie nos cortara un pedacito ni cambiara nombres o finales. Y leer lo que antes llegaba a escondidas, de otros países con mayor libertad. De eso se trataba: de la libertad.

Por un tiempo, fuimos libres.

Y entonces, audazmente, inocentemente, mostramos la hilacha.

Mostramos que nos gustaba salir a las calles a gritar consignas. Que nos desvelábamos literalmente por discutir horas y horas de política, después de leer un libro antes prohibido, meta Particulares 30 y vino tinto, mientras desde los tocadiscos sonaban la Negra Sosa, Charly, Víctor Heredia, los Quilapayún, Violeta Parra, Víctor Jara, Alfredo Zitarrosa, Daniel Viglietti y hasta ¡qué atrevidos!- los Huerque Mapu.

Mostramos que detestábamos las injusticias y que eramos capaces de oponernos a ellas, así se tratara de una nota mal puesta.

Mostramos nuestra necesidad de participar y lo empezamos a hacer en agrupaciones estudiantiles, en los barrios, en las fábricas.

Las reuniones comenzaron a ser un poco más “orgánicas” y venían de la mano de un temario, tendían a la formación política y allá íbamos, con todo entusiasmo, a seguir discutiendo en ruedas de mate y guitarra, después de leer un comunicado, un documento, de escuchar un casette.

Eramos como gorriones: andábamos levantando las voces por ahí, nos movíamos de a grupos, con nuestros hijos que eran los hijos de todos y nos sentíamos bien del pueblo. Las plazas y las calles eran nuestras y la felicidad, también.

Pero volvieron. Los uniformados con sus botas, con sus un-dos, con sus caras adustas, con sus voces de mando, volvieron.

Poco tiempo de respiro nos habían dado. Aunque suficiente para degustar la libertad y resistirnos a perderla. De eso se trataba: de la libertad. De no perderla.

Pero estos que vinieron fueron mil veces peores que los que estaban antes. Si los de antes les habían pegado a nuestros hermanos mayores con los bastones largos, estos venían a matarnos. No venían a “abollar ideas” como decía Mafalda. Venían a matar.

No estábamos seguros ni en los países vecinos: como en un dominó, los gobiernos populares de todos los países de América Latina, surgidos en los setenta, comenzaron a caer, todos con la misma metodología. Y con la misma metodología, los militares de nuestros países, que abrevaron en la Doctrina de Seguridad Nacional, torturaron, desaparecieron, mataron.

Las pintadas en las paredes duraban minutos, los actos públicos volvieron a estar prohibidos y nos inventamos la modalidad de “relámpago” –nos citábamos en una esquina, mirando vidrieras, haciéndonos los distraídos y al sonido de un silbato corríamos hacia la calle, gritábamos una consigna, tirábamos papeles y nos íbamos lo más rápido posible-. Pero había uniformados por todos lados y cada acto era cada vez más riesgoso, hasta que dejamos de hacerlos. Como dejamos de hacer tantas cosas: reuniones, música, teatro, literatura, cine, todo prohibido.

Era como el control que George Orwell había pensado con el ojo del Gran Hermano: para entrar a una dependencia pública tenías que dejar tus datos y eso incluía también las universidades. Un método que resultó útil para llevarse gente, muchos compañeros que jamás volvieron. También en las fábricas había cómplices y hasta ponían toda su infraestructura para levantar obreros díscolos, como sucedió en Ledesma, con los Blaquier, en la tristemente célebre Noche del Apagón. Pero también pasó en las minas, en las escuelas, en los hospitales. Ni enfermo estabas a salvo.

Desaparecieron a treinta mil jóvenes. Se apropiaron de sus hijos. Los que tuvieron más suerte, volvieron de la muerte pero con heridas indelebles. Los que logramos escapar, necesitamos años -y por lo general, terapia-, para reconstruirnos. Nos fuimos acostumbrando a las ausencias. Pero no las olvidamos. Las Madres fueron las primeras en copar calles y plazas. Las seguimos. Tuvimos hijos y les contamos. Transmitimos la historia boca a boca. De a poco, nos volvimos a reunir. Nos reconocimos.

Hasta que el país reconquistó la democracia. Y esta vez, sería para siempre.

Después de todo, después de tanto, con heridas y ausencias, con dolores eternos, con nostalgias, con vinos tristes, acá estamos. No pudieron apagar el fuego. Hicimos lo que parecía imposible: nos pusimos de pie y volvimos a andar. A nosotros, los de siempre, no lograron vencernos.

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