Desde hace décadas la situación del trabajo en la Argentina, en términos de esencia, no ha variado. Más aún, ha empeorado.
Lo único que ha mostrado el panorama laboral vernáculo han sido los altibajos de empleo/ desempleo, pero en calidad y cultura del trabajo la cosa siempre ha ido de mal en peor.
Hoy la dirigencia y parte de la sociedad están enfrascadas en el debate por el Impuesto a las Ganancias, pero sigue enhiesto el drama de la desocupación, la subocupación, el trabajo en negro y el inmenso ejército de los ciudadanos a los que no les interesa, por diversas razones, siquiera buscar un empleo.
Este gobierno, como los anteriores, escudado en el “hay que esperar tiempos mejores de la mano de las inversiones y la reactivación”, ha echado mano a la fácil salida de los subsidios y el paulatino retorno de la obra pública, más la incorporación de gente a las ya superpobladas áreas del Estado.
Los números siempre confiables de las estadísticas de la Universidad Católica Argentina (UCA) volvieron a ratificar estos días el sombrío firmamento que cubre el campo laboral argentino.
No sólo los números de la desocupación siguen en un elevado nivel, sino que el trabajo no registrado (en negro, para evitar eufemismos) continúa siendo una enfermedad terminal para la economía.
Aunque las crisis pululan en el mundo, es inaceptable que cuatro de cada diez trabajadores, aunque formen parte de la economía porque hacen circular dinero, sean, al mismo tiempo, desaparecidos sociales.
Sin obras sociales
Sin ningún tipo de cobertura, a merced de arbitrariedades, sin obra social y solo con la posibilidad de asistir a los hípersaturados hospitales públicos, sin acceso a crédito o al sistema bancario, esos trabajadores son verdaderos parias, aunque anden caminando por las calles y se mezclen con el resto de la humanidad.
Del otro lado están los trabajadores regularizados pero con los salarios cada día más devaluados, pese a los aumentos en paritarias, por el flagelo de la inflación que no cede.
Encima, ahora el gobierno pretende imponer con fórceps el criterio de la negociación por inflación prevista, haciendo perder el recupero de la inflación pasada de este último ciclo, que se supone va a estar por lo menos en el 40 por ciento si se mide honestamente, como se ha prometido.
La primera prueba la lanzó la gobernadora bonaerense, María Eugenia Vidal, con la colaboración de algunos sindicatos, en torno al 18 por ciento de aumento para el año que viene (y en cuotas). No hay que ser demasiado perspicaz para sospechar que algún conflicto va a haber antes de que, por ejemplo, empiecen las clases en marzo.
Entretanto, continúan los desvaríos en cuanto a ideas para crear empleo -como por ejemplo leyes, cuando se sabe que una economía que funciona es la que produce trabajo- y sigue la pulseada por el Impuesto a las Ganancias, una careta para esconder la verdadera razón: la pelea política por 2017.
Pero hay cuestiones que vienen desde el fondo de los tiempos y casi nadie puede -o no quiere- ponerle el cascabel al gato. Hay una severa pérdida en la sociedad argentina, que es la de la cultura del trabajo.
Reconstituir ese tejido llevará mucho, muchísimo tiempo. Y de acuerdo a lo que vienen mostrando los encargados de aportar las soluciones a todos los tremendos problemas, si no pegan un fuerte golpe de timón parece que la cosa seguirá yendo de mal en peor.
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