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Opinión 16 de agosto de 2016

Pokémon Go y el fenómeno de siempre

El mundo delira con esta aplicación de realidad aumentada, un juego complejo que creó un código cultural propio. Las cifras, su funcionamiento y la profundidad del negocio para chicos y grandes.

por Agustín Marangoni

Día soleado, almuerzo familiar. Los grandes comentaban resultados de los juegos olímpicos y los chicos decían algo de lo cual no entendía ni media palabra. Me acerqué. Pronunciaban nombres, enumeraban cifras, comparaban gigas de ram y cualidades de personajes. Pregunté, claro, me gusta saber en qué andan los chicos, aunque tengo treinta y cuatro para muchas cosas ya soy un anciano. Hablaban de Pokémon Go. Dominaban la terminología con la precisión de un científico: me explicaron reglas y cuestiones técnicas que me costó entenderlas, por complejas.

Lo primero que pensé fue en el tiempo que le dedican a esta aplicación. Es difícil que los chicos mantengan la atención en la escuela durante una hora y veinte de clase, sin embargo pueden estar el tiempo que sea con los cinco sentidos clavados en el teléfono celular. Ahí pasa algo, evidentemente.

Esta aplicación para cazar monstruitos japoneses alcanzó las 100 millones de descargas en setenta días, superó a Twitter, por ejemplo, que lleva más de seis años en las tiendas. Y sigue creciendo. En la Argentina se puede jugar hace dos semanas. Es tan fuerte el impacto que las consultas para comprar equipos que soporten Pokémon Go se multiplicaron por diez. La venta en Mar del Plata aumentó cerca de un 20%, según cifras de las distintas empresas de telefonía. Lo mismo con los planes de datos, como el juego se desarrolla a lo largo de la ciudad hace falta un plan generoso. Se calcula un gasto de 5mb cada veinte minutos de juego. Un plan mensual para un uso moderado oscila entre los 300 y los 550 pesos mensuales, cerca de un 25% de los usuarios tuvo que ampliar el abono que tenía. Todo esto, sólo por Pokémon Go. En limpio: gana Nintendo, el desarrollador de la aplicación; ganan los fabricantes de equipos; ganan los dueños de los sistemas operativos con sus respectivas tiendas y ganan las empresas de telefonía. El negocio mueve cerca de 40.000 millones de dólares en todo el mundo.

En los medios de comunicación, en las redes sociales y en las calles se ve el furor que se expande, y en esa expansión construye sus códigos culturales propios entre chicos y grandes. El fenómeno no está encerrado entre adolescentes, hay un 20% de adultos que se subieron al tren de Pokémon Go. Es un universo amplio, repleto de nuevas preguntas. Aun así, como siempre, están los detractores, los que señalan a este fenómeno como un asunto menor, una pavada diseñada para gilunes que desperdician el tiempo.

Es muy pero muy interesante escuchar las críticas de los detractores. Son, en su estructura, las mismas que el año pasado defenestraban a los youtubers, las que hace sesenta años disparaban pestes contra el rock, las que hace ciento veinte años estaban en contra del cine, los que hace quinientos años combatían el renacimiento, y en esa lógica de renegar de las novedades podemos revisar la historia hasta llegar a las cavernas. Algún cavernícola se debe haber opuesto al taparrabo. Seguro.

Hay una inercia consumista detrás de Pokémon Go, chocolate por la noticia, es un producto diseñado con maestría para generar uno de los negocios virtuales más grandes de este siglo. Pero esa es sólo la cáscara: también muestra la distancia entre generaciones, los nuevos códigos de socialización y comunicación, las nuevas lógicas de mercado, el valor del entretenimiento interactivo y su implicancia en la pedagogía y en las estrategias educativas. Los chicos dominan lenguajes nuevos, distintos, y tienen nuevas exigencias en las formas, más allá de los contenidos.

El avance tecnológico no da respiro. Se vive a una velocidad que ni siquiera permite generar teoría, detenerse a pensar la sociedad requiere de un tiempo que la sociedad ya no otorga: las conclusiones llegan siempre después del fenómeno. Frente a ese nuevo panorama lo más inútil es despotricar. Cuesta dejar de lado buena parte de lo que uno arrastra, incluso duele quedarse afuera de mucho. Pero es lo que es. Ni los cambios ni el tiempo se van a detener. Fue siempre así, con la diferencia que hoy la velocidad de los cambios lo hace más evidente que nunca.
El siempre lúcido Carlos Monsiváis lo escribió hace rato: “O yo no entiendo lo que está pasando, o ya pasó lo que estaba entendiendo”.

Son las dos cosas al mismo tiempo, querido Carlos.

Vivimos en esa tensión. A toda velocidad y sin escapatoria.



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