Opinión

Sí, te están espiando

Las redes sociales Facebook, Twitter e Instagram hacen un seguimiento intensivo de la actividad de cada usuario. Los datos se usan para campañas comerciales, estrategias políticas y trabajos de inteligencia.

por Agustín Marangoni

En los últimos años se puso de moda el stalkeo, un neologismo techie para nombrar el acto de revisar las redes sociales ajenas. Es simple: hay un usuario que quiere saber de otro. Ahí nomás le mira las fotos, lo que escribe, lo que comparte, los Me gusta de otros usuarios, los comentarios y todo lo que esté a su alcance. Chusmear. Básico. Aunque es fácil evitar a los stalkers. Las redes sociales tienen opciones de privacidad configurables, es cuestión de limitarlas a las personas en quien confiamos y listo. El problema, en este nuevo y agitado océano de datos personales, es el uso que las empresas y el Estado le dan a nuestra información personal.

A principios de mes, servicios de inteligencia yanquis utilizaron datos cruzados de las redes sociales para detener a un grupo de personas con causas pendientes en medio de una manifestación en Chicago. Los ubicaron por fotos que otros estaban tomando en ese momento. Los reconocieron a partir de algoritmos para detectar caras y determinaron su ubicación mediante herramientas de geolocalización. Pan comido. Empresas como Geofeedia se encargan de analizar y organizar toda la información que circula en las redes sociales a pedido de cualquier cliente. La policía, por ejemplo. Son sistemas que funcionan con una eficiencia demoledora, las veinticuatro horas, en cada rincón del mundo. Analizan todo, las imágenes, las conversaciones, las interacciones, los mensajes de voz y, fundamentalmente, el lugar donde se encuentran los usuarios. Sólo Facebook, con sus 1700 millones de cuentas, mueve unos 1080 millones de gigabytes de información. En cifras, es el país más grande del mundo. Ya superó a China y a la India, y sigue creciendo. Esa marea de datos tiene un orden. Ese orden permite, ya se sabe, estrategias comerciales implacables. Pero lo más grave es el uso militar, policial, coercitivo de la información. Ni siquiera borrando el perfil o dejando de usar el teléfono celular (de cualquier modelo) uno puede escapar de esa lógica. La intensidad del control aumentó al tal punto que 1984 de Orwell se convirtió en un cuento para niños.

Fue una revolución que triunfó en silencio. Las redes sociales son ahora un anexo de nuestra vida íntima. Por más que uno comparta información exclusivamente profesional o las use para promocionar un trabajo, no está exento de que otros posteen fotos con nosotros, nos etiqueten en links que nos pueden interesar, muestren que les gustan nuestro posteos o escriban textos que den indicios de cuál y cómo es nuestra vida afectiva y personal. Cada señal es decodificada y recodificada por empresas que amasan fortunas ofreciendo tareas de inteligencia. Hoy todos los gobiernos del mundo utilizan las redes sociales para ejercer control social. Y va más allá de conocer nuestra actividad superficial: con herramientas como Sentiment Analysis [Análisis de sentimientos] se puede interpretar cómo impacta emocionalmente una noticia o un suceso inesperado en cada sector social y en zonas delimitadas de una ciudad. Esos datos se compilan en un dashboard [tablero de datos] y se estudian para sacar conclusiones. Recién después se diseñan los anuncios políticos. Todo apunta a que un gobierno pueda conocer las necesidades de los ciudadanos de manera individual.

En Argentina, el gobierno de Mauricio Macri gasta oficialmente 160 millones de pesos al año en un equipo que rastrea comentarios en las redes sociales. Son treinta especialistas con dedicación exclusiva y sueldos que superan los 800 mil pesos por mes. Se gastan, por ejemplo, tres millones y medio de pesos en servicios de monitoreo y respuesta al ciudadano sólo para las cuentas de la Casa Rosada, de Macri y de Juliana Awada en Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat y YouTube. No es un servicio a la comunidad, es una estrategia política: el gobierno revisa uno por uno los comentarios sobre de su gestión. A lo largo de 2016 fueron contratadas cuatro empresas de marketing en Internet para desarrollar estas tareas. La idea es sumar otras tres y asignarles un presupuesto de 11,5 millones de pesos.

A nivel empresarial, el análisis es igual de exhaustivo. El objetivo es conocer la aceptación de un producto en una zona y en una franja de mercado específica. También se hacen seguimientos al momento de incorporar un empleado, se revisan sus redes sociales de punta a punta y hasta se estudian los horarios en que realiza los posteos. Una de las últimas novedades en este seguimiento es el estudio que desarrollaron los licenciados Andrew Reece, de la Universidad de Harvard, y Chris Danforth, de la Universidad de Vermont sobre el estado de ánimo de las personas en base a la fotos que suben a Instagram. El enlace que lograron es tan fuerte –explican– que podría utilizarse para la detección temprana de enfermedades mentales. El funcionamiento es complejo: lograron programar un algoritmo que analiza el encuadre, los filtros, las temáticas y los colores de las imágenes que comparten. Sobre esos datos, pueden conocer la estabilidad emocional de un usuario. El nivel de precisión, demostrado en experiencias concretas, asusta.

Esta realidad no toma por sorpresa a nadie. Facebook, Twitter, Instagram y demás redes sociales saben que sus datos son oro puro. Entonces, la pregunta obligatoria es por qué permiten que compañías dedicadas al marketing e inteligencia social, policial o de mercado utilicen sus propios datos para generar un nuevo mapa de control, tan codiciado por el poder político y financiero. La respuesta sale a la luz en las paradojas del sistema. Facebook lanzó hace tres meses un comunicado donde se opone a la reventa de datos para hacer tareas de inteligencia. Veinte días después, un intruso ingresó a una de sus oficina centrales en California con la intención de robar información clasificada. Pero lo agarraron infraganti. ¿Cómo? Con a la ayuda de Geofeedia. Es decir, Facebook es uno de los 500 clientes hoy operan con esta empresa de inteligencia. En síntesis: la serpiente se muerde la cola.

Entonces otra pregunta: ¿Habría que apagar internet? ¿Limitarlo? ¿Censurarlo? La respuesta es no. Estudios recientes demuestran que los países que han censurado o limitado el uso de la red perjudicaron su economía. Brasil, por ejemplo, bloqueó a principios de año el uso de Whatsapp durante 72 horas por pedido de una jueza. Cerca de 100 millones de personas tuvieron que buscar un método de comunicación alternativo. Esos tres días, en cifras de la Brookings Institution, le generó un estancamiento de 116 millones de dólares en su mercado interno. En la India, las limitaciones que impone el gobierno significan una merma de casi 1000 millones de dólares al año, en Arabia Saudita 470 millones y en Irak 200 millones. En el mismo estudio se calculó el impacto de internet en el PBI de los países que integran el G-20. El PBI del Reino Unido, por ejemplo, depende en 8,3 puntos de Internet. Es el puesto número uno. El PBI del G-20 en su totalidad depende un 4,1 puntos de Internet. Argentina, 2 puntos. O sea, por si quedaba alguna duda: no hay vuelta atrás para Internet. Tampoco para el subuniverso de redes sociales, que hoy conforma el sector más fuerte en cotización dentro del mercado digital. Además, es funcional al poder. Nadie va a permitir que este sistema de control se diluya. Por el contrario, se va a perfeccionar: hay miles de especialistas trabajando, con presupuestos billonarios.

Pero bueno, tampoco es cuestión de ponerse paranoico. Sino de conocer cuál es el circuito de cada actividad que realizamos en internet. Así son las cosas. La intimidad ha muerto.

Que en paz descanse.

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