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Opinión 11 de junio de 2017

Sociedades criminosas

por Juan Alberto Yaría

“En la ciudad de Buenos Aires y la Provincia de Buenos Aires hay un millón de personas vinculadas al ‘narcomenudeo’, ultra-chequeado en fuentes oficiales de seguridad enfatiza”. (Durán Barba, analista de opinión pública en comunicación televisiva).

Esta no es solo una noticia policial sino que abarca la propia decadencia cultural. El filicidio está ahí o sea la muerte de los hijos como contracara de la promesa que es el hijo como futuro de la Nación y trascendencia de los padres. Estos valores se caen cuando las drogas están como una mercadería más a ofrecer. Cae la cultura del trabajo como forja ética de la humanidad (Hegel) y la producción de “venenos” sociales genera una plusvalía que anestesia nuestro ser moral; “…las drogas son la cara moderna del filicidio como lo son las guerras… Ahí mueren los hijos antes que los padres”, me decía Claude Olievenstein, mi maestro en Francia mientras veía a sus pacientes en Marmottan -París- rodeado de alumnos de todas las nacionalidades allá por los ’90 y luego cuando lo trajimos a Buenos Aires.

Filicidio en este caso también social. Si hay un millón de personas ligadas al narco-menudeo y la cifra es aún más enorme cuando multiplicamos por 10 como mínimo los contactos que tiene cada uno en ese tipo de sociedad narco. La cifra, entonces, llega a muchos millones impactados por este fenómeno. Por eso vivimos una epidemia y también pandemia incontrolable en ciertas zonas de la sociedad. Así se explican muchos crímenes y vejaciones de la cotidianeidad.

La cultura judeo-cristiana se habilita y funda desde lo grecorromano como la puesta en juego del hijo como promesa y futuro. Todo esto cae y los hijos ya no entierran a los padres sino que culmina siendo al revés. Cultura del descarte en una sociedad líquida que fundamentalmente anestesia los valores morales.

Las “viñetas” clínicas vienen a mi mente y sensibilizan mi corazón y ahí, entonces, recuerdo lo siguiente cuando le digo a un papá que su hijo a los 15 años ya dejó la escuela y está con “barras bravas” y consume. Las respuestas en muchos casos ante esta interpelación a la simbólica de la paternidad son huidas y así me responde lo siguiente: “es grande y tengo que vivir mi vida”; mientras su mujer llora mostrando su impotencia para actuar ante el circuito de violencia de padre e hijo unidos en la muerte y con la omnipotencia de la no escucha. Filicidio en acción.

Ese millón de personas que menciona Durán Barba ligadas al “narcomenudeo” no solo es una fuerza económica ilegal sino que habilita una “caja de Pandora” en donde todos los males de la humanidad quedan a flor de piel y ya sin la esperanza posible que surgía de ese mítico recipiente de la mitología universal. ¿La esperanza es lo último que se pierde?. Sociedad también filicida que deja morir a sus hijos. Cómplices de todo tipo aparecen en esa fuerza autodestructiva.

Hay también en ese millón de personas unidades familiares vendiendo o en cocinas de drogas, distribuyendo o usando a sus hijos como delivery. Otra vez la anestesia moral junto a la condena sacrificial de muchos. Va surgiendo un ser que se siente desde pequeño ya destinado a ser de esa manera. Estamos en la mítica y oscura caverna de Platón pero sin la luz de la verdad que está ahí al fondo como sendero a seguir. Triunfo de la ceguera, las sombras y la sordera. Es al mismo tiempo la familia que consume entre gritos, golpes, abusos. O sea la perversión como espejo porque eso es la droga en familia.

En muchos casos nos preguntamos cómo rehabilitar a alguien que no puede ir a su casa y en donde ahí solo la madre lo resguarda de un padre violento y adicto él, y grupos de hermanos que cuidan el jardín de plantas de cannabis como si fuera el Edén bíblico. Todo esto sucede.

Fallamos como padres y como sociedad

Nuestra tarea cotidiana en los consultorios y más cuando tratamos adicciones nos confronta con la visión de lo que puede llegar a pasar (nuestra experiencia clínica nos va guiando) en ciertas situaciones críticas pero que, al mismo tiempo, no podemos detener porque no está en nuestras manos hacerlo o porque no nos dan la autoridad para remediarlo.

Recuerdo hace 4 años cuando veo y conozco en un centro psiquiátrico a Jorge de alrededor de 30 años internado por una crisis psicótica por consumo de estupefacientes. Todo había comenzado en el desierto mexicano cuando, a los 12 años, empieza a consumir alucinógenos. El corolario fue un desorden psicótico marcado que siguió con una internación de 6 meses en una comunidad terapéutica europea. El desorden familiar expresado en la falta de límites era muy visible en esa edad porque no podían asegurar un mínimo continente normativo que lo alejara de amistades en contacto con las drogas.

Así su vida va transcurriendo con el consumo de distintas sustancias quedando Jorge al cuidado de su madre mientras el padre estaba en otro país y el recuerdo de su hijo era solo una cuota pagada religiosamente. Era lo que hoy se denomina una “familia nominal”. Están, hay una heladera llena, el ausente pasa dinero…pero todo el horizonte de amor, límites y valores (base de un crecimiento sano) luce también por ausencia.

A los tumbos el joven crece y establece pareja en Europa con una chica. Tiene un hijo, es padre pero no puede cumplir la función parental. El también abandona. Se afirma ahí un consumo aún mayor. La paternidad implica el desarrollo de una función simbólica para la cual no estaba preparado. Puede ser padre biológico…pero no padre adoptante y orientador de senderos y de acompañamiento a la madre en su función de transmisora de la Ley de la vida.

Desde que lo conozco un fin de año del 2010 se genera un “tira y afloje “con la madre para que avale una internación en una comunidad terapéutica y habilite una intervención de un juez para que pueda hacerse un tratamiento con garantías de un resultado a pesar de las dificultades de tantos años de consumo y, por ende, de deterioro. Ahí aparece la saga criminosa que culmina con la muerte del paciente al final.

Durante 4 meses el paciente entraba y salía de centros psiquiátricos para luego intoxicarse otra vez y terminar en terapia intensiva. Conoce así distintos centros de terapia intensiva y varias clínicas psiquiátricas. No podía frenar la compulsión a drogarse. Descontrol…compulsión (idea obsesiva) e impulsión acompañaban la danza del inyectarse con cualquier droga y culminar con distintos cuadros infecciosos a punta de entrada por vena.

Mientras tanto la madre permanentemente me llamaba y yo le repetía inocentemente que nos habilitara a nosotros y a un juez para intervenir y al mismo tiempo le volvía a decir que Jorge tenía riesgo de vida y que la Ley de la transmisión de la Vida pasaba (como siempre con nuestras madres) por ella. La negativa de ella y la solicitud del paciente de “vivir su libertad” (para morirse) se daban la mano.

Ahí comprendí como la pulsión de auto-destrucción del paciente se daba la mano con el pacto criminoso familiar. El pacto criminoso es un filicidio…Buscar activamente la muerte del hijo de diversas maneras: abandono, falta de límites, renegar de la función del otro progenitor o incluso descalificarlo permanentemente, no prevenir situaciones de riesgo, habilitar consumo de drogas en edades infantiles o puberales, etc.

Es como tal un delito que consiste en atentar contra la vida y que es cometido por un genitor (padre/madre) hacia un menor hijo propio. El termino deriva del latín “filius” que significa hijo.

Cuando hay consumo de drogas es todo más sutil. Habitualmente se habla de matar a un hijo de una manera cruenta. En las drogas lo incruento es lo que todos los días desde el “reloj del inconsciente” de los padres se va perpetrando. Es la crueldad realizada con la impostura farsante e hipócrita de la lentitud del goce sádico.

Al final Jorge murió. Solo utilizaban centros psiquiátricos como meros “lavaderos” o “tintorerías” para una desintoxicación, pero nada de lo que le pasaba al paciente se resolvía y tampoco lo que le pasaba a su familia.

Reflotar la esperanza

No se puede tratar hoy a un paciente en esta sociedad tan herida por el desamparo sin apelar a los grandes de la filosofía y de la vida. Un terapeuta necesita una mirada artesanal ante este ser que está frente a nosotros herido y que se considera incurable y ya fuera del circuito de esperanza y paradójicamente sin registro de lo que le sucede.

En realidad voy a apelar a dos grandes de la filosofía del siglo XX como Emmanuel Lévinas y Gabriel Marcel (europeos ambos y que dejaron enseñanzas hermosas por su humanismo). No hay experiencia terapéutica –por lo menos para nosotros- en esta era de la inermidad y de la identidad de los “nadies” sin la vivencia del amor y la esperanza. Marcel decía: “…amar a un ser es decirle tú no morirás”. Por el contrario la experiencia del desamor tan cara a las experiencias actuales remite a la experiencia vívida y dura del “morite”, “no existís”.

Somos hijos del reconocimiento. Sin reconocimiento no hay vida posible. El amor remite a un proyecto y a una esperanza. Por otro lado Levinas nos dice que la experiencia fundamental que funda la esperanza por vivir es el “cara a cara”. Estar con otro cara a cara, mirarlo, hablarle. Incluso nos dice que es la experiencia ética fundamental. Por eso el que no nos mira a la cara oculta una transgresión –por supuesto-ética. La experiencia del amor es la del reconocimiento y mirar al otro funda una esperanza, una promesa de futuro. El mundo de hoy parecería padecer del mal de ausencias.

(*): Director general de Gradiva – Rehabilitación de adicciones.



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