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Opinión 6 de septiembre de 2020

Tensión institucional, acuerdos y gobernabilidad

por Jorge Raventos

Durante este fin de semana el oficialismo y Juntos por el Cambio negocian los pasos a dar para rebobinar la tensión institucional que se ha creado en el Congreso. La oposición sostiene que ha caducado el protocolo que regía las sesiones virtuales y amenaza con sabotear el funcionamiento de la Cámara baja si el oficialismo no retoma las sesiones presenciales. Como consecuencia, no reconoce la aprobación del proyecto de auxilio al turismo que la Cámara consumó telemáticamente entre martes y miércoles y ha prometido impugnar esa sesión ante la Justicia. ¿Hasta dónde podría llevar esa intransigencia?

En rigor, el cortocircuito beneficia objetivamente a los sectores más inflexibles de las dos coaliciones y perjudica las actitudes de los grupos más razonables de ambas.

Es obvio que el Gobierno no gana nada lidiando con una fisura que inmovilice uno de los poderes del Estado, una circunstancia que le restaría peso institucional a las normas, ahondaría la famosa grieta y coquetearía con la ingobernabilidad.

El presidente Alberto Fernández está decepcionado: su gobierno acaba de renegociar una deuda monumental y ha sacado al país de la situación de default que arrastraba desde más de un año atrás, siente que, sin embargo, tanto la prensa más extendida como un sector apreciable y activo de la sociedad lo maltratan mientras se topa con una conjura de los duros.

El decaimiento

Según los estudios demoscópicos, el gobierno de Fernández y el propio Presidente atraviesan en las últimas semanas una etapa de decaimiento ante la opinión pública. Por primera vez Fernández recibe más opiniones negativas que positivas y eso no parece deberse exclusivamente a que las cifras del Covid-19 se hayan disparado en estas semanas: el declive empezó a notarse a partir de la precipitada iniciativa destinada a expropiar la empresa Vicentín, una ocurrencia que se le ha atribuido al cristinismo, pero que el Presidente hizo suya con un decreto y cuya frustración pagó con un retroceso sancionado por otro decreto.

La época en que Fernández se fortalecía como líder colaborativo frente a la pandemia, y comentaba filminas en conferencias de prensa flanqueado por Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof parece haberse extenuado por sobreexplotación.

La cuarentena prudente de marzo, abril y mayo se ha convertido en agosto y ya entrando en septiembre -paradójicamente: cuando crecen y se extienden territorialmente los contagios- en una carga irritante para la población y cada vez más pesada para la economía. Es cierto: por decisión política (y por una presión social espontánea e irrefrenable) la cuarentena propiamente dicha -estricta y general, sólo excluida para rubros esenciales- hace tiempo que perdió vigencia. Pero el espíritu de cuarentena se sigue materializando en una gran cantidad de actividades que sufren un parate total o muy considerable (según una investigación del Centro de Estudios de la Unión Industrial Argentina sólo un tercio de las fábricas trabaja a un nivel igual o superior al de comienzos de la pandemia, 6 de cada 100 siguen paralizadas y casi dos tercios producen con bajas superiores al 25 por ciento. En el rubro comercio y servicios es enorme la cifra de los establecimientos que han cerrado sus puertas definitivamente).

El Estado ha tendido una red de contención para cubrir daños de empresas y trabajadores, pero naturalmente ese alivio es parcial y no puede extenderse sine die, de modo que la angustia no cesa, sólo se posterga.

En ese contexto de volatilidad social, la autoridad del Presidente decae principalmente cuando la sociedad percibe que es sobrepasado por ciertas iniciativas de su vice (o de sectores que la asumen como referente principal) mientras, por el contrario, creció y puede volver a hacerlo cuando facilita o capitaliza plataformas más amplias que su propia fuerza electoral.

Ahora, el Fondo

La exitosa salida del default -con una aceptación virtualmente unánime de la oferta argentina por parte de los acreedores- representó un paso importante en la búsqueda de un camino de crecimiento para el país. Este deberá complementarse en las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional, que -por la naturaleza de las reformas que esas negociaciones requerirán- va a exigir una base de sustentación más amplia que la que puede ofrecer la perspectiva de un ideologismo anacrónico y faccioso.

Va a necesitar, en principio, mantener una relación sensata con Estados Unidos, principal accionista y principal influencer de la entidad. El presidente del Banco Central, Miguel Pesce -un hombre de Fernández- lo dijo sin pelos en la lengua la última semana ante el Consejo de las Américas: “Tenemos que hacer todo lo que podamos para mejorar la relación con Estados Unidos. A veces tenemos puntos de conflicto, pero tenemos que buscar los puntos de coincidencia”.

Se va a necesitar que un arco más amplio que el oficialismo sostenga la negociación y las reformas que se acuerden. Motivo por el cual no parece razonable apresurar una victoria circunstancial en la Cámara de Diputados al precio de arriesgar una parálisis parlamentaria y jugar con la idea de una crisis institucional. Eso se parecería mucho a una apuesta desesperada y perdedora.

En esta columna hemos recordado reiteradamente el clásico consejo de Napoleón: “Hay que apoyarse sobre lo que resiste”. Afuera y adentro. El gobierno puede fortalecerse, el Presidente tiene la oportunidad de vigorizar su autoridad y sus equipos buscando con amplitud esas bases de sustentación para asumir las tareas que demandan el postdefault y la pospandemia. Las tensiones alentadas desde los extremos de las fuerzas principales erosionan esas bases.

Legitimidad y consenso

La idea de que el Presidente de la Nación pueda llegar a ser una mera correa de transmisión de políticas hegemónicas conducidas desde la vicepresidencia es una quimera. Un mecanismo de esas características no pasaría la prueba de la gobernabilidad.

La señora de Kirchner ha demostrado tener más peso electoral que Fernández, pero no disfruta de suficiente peso político para volver a la presidencia o siquiera para poder ser candidata ella misma, algo que supo comprender un año atrás.

Con el Frente de Todos en el gobierno, la señora de Kirchner puede tener fuerza para imponer internamente algunas líneas de acción sobre temas importantes, pero en general esas líneas (el caso Vicentín no es el único ejemplo) han conducido a callejones sin salida, a retrocesos o a operaciones políticas de alto costo.

El Presidente explica sus relaciones con su vice a su manera: ella -describe con objetividad- “es representante de un sector muy importante” del Frente de Todos, mientras él es “el presidente de esa alianza. Yo no tengo ningún jefe político”. Este último punto es el que a menudo es puesto en duda a la luz de los hechos.

Puesto que parece difícil que la señora de Kirchner dé un segundo paso atrás, esta vez se trataría de que Alberto Fernández dé un paso adelante ya que el mayor poder relativo de la vicepresidenta, ejercido en algunas cuestiones, desgasta al conjunto del que ella misma forma parte, perjudica al Presidente, aleja aliados parlamentarios, enciende luces de inquietud entre gobernadores. Las dificultades que en estos días encuentra el oficialismo parlamentario para alcanzar los votos que necesita en la Cámara de Diputados para aprobar la reforma de la justicia federal que impuso en el Senado son una demostración: Juan Schiaretti ha instruido a sus diputados para que ni siquiera den quórum, el bloque de Lavagna muestra la misma actitud, igual que otros habituales aliados independientes del Frente de Todos.

En un país presidencialista, el decaimiento del poder del jefe de Estado consume un punto de referencia esencial, un eje organizador de la sociedad. Cuando ese poder se aísla o se debilita, empiezan a emerger múltiples desafíos a sus decisiones, tironeos o señales crecientes de disgregación.

Y aún los sectores predispuestos a la convergencia, si ese eje pierde gravitación, vacilan o son temporariamente atraídos por otros magnetismos.

Orden y progreso

Una semana atrás, Eduardo Duhalde describía indicios de anarquía. Hay, al menos, desafíos claros al Estado como los que se verifican en la Patagonia (últimamente en Mascardi) con ocupación de tierras y reivindicaciones autonómicas y que han disparado lateralmente una tensión entre la provincia de Río Negro y el Estado nacional.

En rigor, hay también ocupaciones de tierras en otras provincias, y muy notoriamente en el conurbano bonaerense. Tantas, que intendentes oficialistas y opositores le han reclamado definiciones al gobernador Axel Kicillof y piden que se cumpla la ley y se impidan esos actos. Sergio Massa, el presidente de la Cámara de Diputados, ha sostenido que “el Estado tiene que hacer cumplir la ley y, si hay gente tomando tierras lo que tiene que hacer es desalojar”: le ha reclamado a la ministra de Seguridad que actúe y pidió que si los ocupantes ilegales reciben subsidios del Estado, estos les sean retirados.

Esos reclamos han sido recibidos: tanto Kicillof como la ministra Frederic han admitido que las usurpaciones de tierras son actos contra la ley, sin por ello desmentir que se producen en un contexto de grave déficit habitacional. Se espera del Estado que defienda el orden legal y también que aliente el progreso social.

Convertido en expresión de un ala realista de la coalición de gobierno, Sergio Massa también parece observar signos inquietantes en el país, análogos a los que vio Duhalde (aunque este haya deducido precipitadamente riesgos improbables).

Para alejar los riesgos simétricos del hegemonismo y la disgregación, la situación reclama que se consolide el eje del poder legítimo sostenido en amplios consensos. Esos consensos y las coincidencias nacionales son prioridades tanto para el progreso como para el orden.



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