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La Ciudad 19 de noviembre de 2025

“Tierra del Fuego” vista desde la terraza del Bristol

El Bristol Hotel en su primera época a fines del siglo XIX. Copia de un original del fotógrafo E: C. Moody perteneciente a Angel J. Somma (Fotos de Familia).

Entre 1880 y 1900 llegan muchísimos inmigrantes a la Argentina. Barcos desbordados por miles de hombres que sufren graves problemas económicos en sus lugares de origen. Generalmente, el interior de Italia y España.

Entre los que llegan a Mar del Plata están Narduzzo, Pelusso, Genaro Di Lemia y los hermanos Sinagra. Vienen más, muchos más. Ahí están Juan Bronzini (padre de Teodoro, destinado a ser, quizá, el hombre público de más larga y gravitante trayectoria en la ciudad) y, habitando una casilla cercana a la suya, el larguirucho Andrés Palestini.

Todos ellos traen pegado a sus vidas el oficio ancestral de pescador. Lo llevan implícito en las
venas y los huesos. En los padecimientos y las miserias de sus antepasados. Lo mismo que Nicolás Sasso. Han venido a trabajar en lo que saben y en lo que puede ser, tal vez, un medio de vida.

Luego, si “juntan plata”, traer a la mujer, quien es casado; a los padres, quien aspira darles cierto bienestar en la vejez. A integrar una familia quien dejó la novia esperándolo, con mejores perspectivas que en el pueblo de los Abruzzos o los vados de Calabria.

Pero en este pueblo costero de la Argentina todo es casi tan duro como allá. “En las cartas decían que había oro a montones, que ganar plata era fácil… Pescados hay, sí, pero ¿a quien se lo vendemos en este pueblo si la gente es tan pobre como nosotros?”, testifican algunas lamentaciones que intentan aliviar la amargura y la desesperanza de aquellos que en Italia esperan.

Unos tienen sus casillas en la misma playa, cerca de las lanchas y donde, alguna vez, estará el Hotel Provincial. Otros, un poco más allá (zona de Olavarria y la actual Alberti) y en los atardeceres cocinan sus pescados en las grandes
ollas. La cooperación es obligada por la necesidad. Y esa luz, ese resplandor de los anocheceres, es contemplado como novedad por los veraneantes que se asoman en la terraza del Bristol Hotel. De ahí que estando al lado sur del pueblo, a ese sector lo bautizan “Tierra del Fuego” ¡Está tan lejos!

Dos italianos y un inglés

En la primavera de 1889 llegan Fernando Catuogno y Genaro Ventura, todavía sin cumplir 20 años. Los dos provienen del mismo pueblo pesquero en la provincia de Bari. Con ellos, un muchacho delgado y lánguido. Se llama Guillermo Beve (también puede ser Beven) y ha nacido en algún lugar de Inglaterra. ¿Cómo y por qué aparece en este rincón desolado de America? No se sabrá nunca. A los pocos meses desaparece. Posiblemente, convertido en andariego trashumante, haya muerto tuberculoso.

Catuogno y Ventura se dedican a le pesca, claro está, en la Playa Bristol. Y amargamente se quejan de los resultados. A pedido de los hospedados en el Bristol se dedican “a bañar” las familias aristocráricas y consecuentemente, en 1892, se convierten en “bañeros”. Las propinas que reciben son mucho más importantes que los magros resultados de la pesca y, es comprensible, dejan de pescar.

Se cortó el oficio legado de generaciones. Cada uno por su lado prestarán servicios de acuerdo a la demanda de esa época. Catuogno acumula envidiable fortuna. En las primeras décadas del siglo, Josue Quesada es un periodista mimado por sus notas en “El Hogar” y “La Razón”. Cubre las fiestas sociales en Mar del Plata y lo hospedan en el Bristol.

En 1914, yendo por la calle San Martín, Josue Quesada oye bocinazos. Mira asombrado. Ahí, sonriente como único pasajero de un auto último modelo y con chofer uniformado, está “El Negro Pescador”, nombre con el cual Catuogno fue más conocido a partir del bautismo que le hiciera Pellegrini cuando “le salvó el bastón”. Lo invita a dar un
paseo. Recorren el pueblo, en su parte céntrica. “Ese terreno lo escrituro mañana -comienza a decir el inmigrante al absorto periodista, aquella manzana la compré hace un mes- siguen lentamente andando por
las calles- y esos dos lotes que están al lado de la iglesia los tengo desde hace un año, y ¿ve aquel terreno grande con pastizales?, bueno, es mío y…”, así durante todo el trayecto.

Josué Quesada quedó tan desconcertado que ese día su crónica no se refirió a los vestidos traídos de Paris que lucían
las señoras del Bristol. Los lectores de “La Razón”, en cambio, se enteraron “cómo se enriquecían los inmigrantes en Mar del Plata debido a la generosidad de los veraneantes”.

Sin embargo no a todos los inmigrantes les fue como a Catuogno, un trabajador tan enérgico
como tenaz. El doctor Josué Catuogno (¿ese Josue por influencia de Quesada?) comentó en 1983: “Yo de pibe trabajé con mi tío Fernando en la pileta cubierta que tenia en la Bristol, con agua caliente y todo. Y si, es cierto. Mi tío Fernando llegó a tener, entre otras cosas, 2.223.400 varas cuadradas de terrenos, y no en las quintas de afuera, sino
dentro del ejido de la ciudad”.

Es un testimonio respetable de acuerdo a la fuente y la seriedad que representa quien fue un gran
abogado y también rector de la Universidad de Mar del Plata. Esa posición la hizo Femando Catuogno adaptándose a “la nueva economía” propuesta por la clase veraneante. Y no pescando. No fue un caso único: el basamento económico de Mar del Plata tuvo ese origen.


El destacado escritor y periodista marplatense Enrique David Borthiry escribió en la década del noventa la sección “Historia Viva de Mar del Plata”, en la que contaba con su particular visión hechos poco conocidos que se sucedieron a lo largo de los años. Más de tres décadas después, LA CAPITAL las rescata del archivo. Para leer y disfrutar.