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Opinión 6 de agosto de 2017

Trabajo en negro, la mancha mortífera

por Luis Tarullo

Foto ilustrativa.

La campaña electoral presenta, como decían las abuelas, de todo como en botica. Y así aparecen los temas muchas veces sin ton ni son, lanzados al aire arbitrariamente, sin posibilidad de ser discutidos racionalmente y en un contexto adecuado.

En medio de la lucha por el poder, y en ese todo vale que parece tener licencia ilimitada, la materia laboral suele ser uno de los platos favoritos.

Los diversos ítems que atañen al desquiciado mundo del trabajo argentino -de cual otra manera se puede calificarlo solo con ver un 40 por ciento de empleo en negro- son abordados habitualmente de manera aislada, fuera del marco complejo de la economía que también viene en falsa escuadra desde hace largos años.

La ausencia de inversiones de gran envergadura está motivada básicamente por la falta de previsibilidad y, en ese panorama, de competitividad de la Argentina.

La competitividad está compuesta por al menos una decena de reglas de oro complejas que pasan por la justicia, los salarios, los impuestos y la infraestructura.

Pero cíclicamente hay quienes se empecinan en dar vueltas como una noria y retornar al tema del “costo argentino”, y les resulta fácil apuntar a los ingresos y los costos de la seguridad social y los llamados “impuestos al trabajo”. A lo que el gobierno, vía el propio presidente Mauricio Macri, sumó ahora enfáticamente la “mafia de los juicios laborales”.

Sin dudas hay de todo en la viña del Señor y no es nuevo, por lo cual podría decirse que hace corresponsables a muchos de los protagonistas de la política, la economía, el sindicalismo y el empresariado de hoy. Pero también generalizar tiene sus riesgos. Lo mismo que descontextualizar.

Inmediatamente el término que se aúna a esos conceptos supuestamente reformistas es la “flexibilidad”. Siempre es bueno recordar que en 1991, en el gobierno de Carlos Menem, se implementó la ley de empleo que implicó una profunda elasticidad laboral, sobre todo en materia de contrataciones y beneficios para aquellos que se acogieran a esas nuevas formas.

Luego vinieron etapas de marchas, contramarchas, parches, manoseos legislativos y un montón de etcéteras, incluido un creciente desapego a la ley y una burla a muchas normas y, en ese marco, un alto grado de evasión y elusión impositivas.

Se sigue hablando de flexibilidad, pero nadie explica claramente qué significa ni la describe puntillosamente ni presenta un proyecto concreto. Y cuando no se dan detalles, hay sospechas de que se esconde un facón debajo del poncho. Y ese facón puede traer doble filo, uno de los cuales podría significar precariedad laboral.

Ante esto los sindicalistas prenden luces amarillas, aunque también varios de ellos ejercen la política del tero, pegando el grito por un lado y poniendo el huevo en otro. Se horrorizan para la tribuna y en sus propias organizaciones tienen actitudes laxas y remojan sus convenios como miga de pan en leche.

O sea que, en esta historia, nadie puede arrojar la primera piedra. Y hablando de piedra, los convidados hechos con ese material terminan siendo los trabajadores, no importa de cuál segmento social sean.

También anduvo por estos días merodeando otro tema que a menudo es desempolvado y se menea generando rictus de terror en los trabajadores que algún día serán ex. Se trata de la edad jubilatoria y algunas señales confusas acerca de una posible elevación u opción “voluntaria” para subir el límite del retiro, actualmente de 60 años para las damas y 65 para los caballeros.

La cuestión, surgida de voceros del propio gobierno, fue rápidamente sofocada apenas empezó a generar las primeras llamas, pero alguna brasa debe haber quedado por ahí dando vueltas.

El tema de la edad jubilatoria debe ser también motivo de una concienzuda y consensuada discusión, habida cuenta de una inmensa cantidad de factores. Algunos argumentos son atendibles, pero hay que resolver una multiplicidad de problemas que son comunes al sistema de los trabajadores activos.

La financiación del fisco es central. Y hay que volver al gran agujero negro del mundo laboral, cual es el 40 por ciento de trabajo en negro del que debe hablarse siempre.

Al menos cuatro de cada 10 trabajadores, aunque tienen forma de ser humano, no existen. No hacen aportes jubilatorios, no tienen cobertura de obra social, no tienen protección sindical, cobran lo que quiere su empleador, no tienen derecho legal a indemnización, no tienen acceso al crédito, ni a tarjetas ni a los bancos. Son, como se los bautizó alguna vez y sin exageración, virtuales “desaparecidos sociales”. Eso sí, su dinero en billetes vale y se mueve en la economía como los de los trabajadores formales.

Se ha admitido que hay quienes no pueden blanquear a ese trabajador, pero también hay una gran mayoría que opera en los márgenes de la explotación. Y si lo hacen también debe haber quienes se lo permiten.

Entonces, ¿se puede convivir con ello? Sin dudas la Argentina ha dado muestras de que sí se puede. Como con tantas otras cosas anormales que, por costumbre, permisividad, desidia y otras actitudes anómalas, se han transformado en normales.

Pero semejante mancha de petróleo a la larga es mortífera en el mar de una economía que pretende estar algún día en sus cabales.

DyN.