Arte y Espectáculos

Tristán e Isolda en el Teatro Colón

Por Eduardo Balestena

Ópera en tres actos (1865)

Música y libreto: Richard Wagner (1813-1883), en base al poema de Gottfried von Strassburg ( – 1210)

Cantantes: Tristán (tenor), Peter Seiffert; Isolda (soprano), Anja Kampe; Rey Marke (bajo), Kwangchui Youn;

Kurvenal (barítono), Boaz Daniel; Brangane (soprano), Angela Denoke; Melot (tenor) Gustavo López Manzitti; Pastor/Marinero (tenor) Florian Hoffmann; Timonel (barítono) Adam Kutny

Orquesta Staatkapelle de Berlin

Dirección musical: Daniel Baremboim

Coro Estable del Teatro Colón

Director del coro: Miguel Martínez.

Dirección de escena: Harry Kupfer.

Diseño de escenografía: Hans Schavernoch.

Diseño de vestuario: Buki Schiff

Producción: Staatsoper Unter Den Linden (Berlín, Alemania)

Teatro Colón de Buenos Aires, función de Gran Abono, 11 de julio de 2018

Tristán e Isolda , compuesta entre 1855 y 1859 y estrenada en el Teatro Real de Munich el 10 de junio de 1865, constituye –como los Organum de Leonin y Perotin y la Consagración de la Primavera, de Stravinsky- una de las pocas obras verdaderamente revolucionarias en la historia de la música.

Lo es por una concepción musical que lleva a la tonalidad al borde de la disolución, establece una armonía disonante, utiliza el cromatismo y el enlace de acordes de una manera desconocida hasta entonces, siendo éste el mecanismo de una permanente modulación que lleva a las frases de una tonalidad a otra, sin transición en el nuevo marco de la melodía infinita, una discurre sin resolver en consonancia. El discurso de vale de leimotive asociados a estados interiores y a personajes que, entrelazados, elaborados y expuestos de distintas maneras, solos o simultáneamente, con variadas intensidades y en diferentes registros, constituyen el plano de lo subconsciente de los personajes a la vez que un modo de narrar una acción reducida a lo mínimo y relegada, como elemento dramático, en favor de los estados interiores. Además de tratarse de un nuevo lenguaje se trata de aquello que la música se propone expresar y ser: el eje del drama y no un acompañamiento. Esta expansión del lenguaje se produce no como una formulación teórica sino como la búsqueda de un modo de expresar una temática diferente.

El famoso acorde de Tristán, (fa, si, do sostenido, sol sostenido) sólo encuentra su resolución en los cinco compases finales y la orquesta concluye la obra siguiendo a un re sostenido del oboe, que queda solo, nota en la que encuentran su resolución las primeras cuatro del leimotiv del deseo, con el que comienza el preludio, que se enlaza al acorde de Tristán, al cual precede.

“¡Este Tristán es y será para mí un milagro! Cada vez me resulta más incomprensible que haya podido hacer algo así” escribió Wagner, en agosto de 1860, a Mathilde Wesendonk, cuyo amor (que ya había influido en la composición de La Valquiria), junto con otros factores, le inspiró la obra: tales factores fueron sus lecturas de Shopenhauer y de Novalis y su temprano conocimiento –durante la década de 1840- de las antiguas literaturas, y poemas (entre ellos el de Gottfried von Strassburg), que confluyeron en un momento especial en el cual tomó elementos de los lieder a Matilde Wesendonck y del poema medieval y les dio una nueva forma tendiente a la glorificación de la noche y la realización del amor absoluto en la muerte liberadora.

La música

La exigencia de la compleja partitura wagneriana importa una perfecta modulación y a la vez una distinción entre los sutiles timbres orquestales. Cada uno de esos elementos tiene una significación específica. El conjunto modula, evoluciona, persiste y cambia en una gradación donde cada matiz compone un detalle y a la vez un todo. La obra es una experiencia que apela permanentemente a la sensibilidad: un flujo emotivo, onírico y hechizante que es el producto de la perfección orquestal, una que nos produce un deslumbramiento hecho de una técnica destinada a no parecer tal, a parecer el fluir natural de la melodía infinita, que se engendra a sí misma en motivos diferentes pero que guardan un mismo carácter y se expresa en escalas diatónicas en los momentos luminosos y cromáticas en los que muestran duda, tristeza y oscuridad.

La versión de la Orquesta Staatkapelle de Berlín dirigida por el maestro Barenboim, quien lo hizo sin partitura, reduciendo muchas veces la marca hasta liberarla (en el solo de corno inglés, luego del preludio del tercer acto, por ejemplo) pero presente en cada inflexión dinámica, confirió a la obra toda su densidad. Es la música la que expresa el drama y lo hace en los colores que cada sección y cada timbre le brindan. También la música –en la mayor intensidad y volumen en que los motivos se contraen y superponen, como en el tercer acto, connota el estado de turbulencia interior de los personales.

Las voces

La complejidad de la partitura musical tiene su correlato en las exigencias de los cantantes: voces de una extrema sensibilidad; demandas emotivas, sensibles a la vez que exigen potencia y resistencia en roles siempre intensos, tanto en la emotividad como en la potencia y la proyección sonora sobre un orgánico orquestal muy nutrido. Nunca la orquesta tapó a las voces y éstas siempre tuvieron la sonoridad y matices requeridos no obstante el volumen orquestal.

El extenso dúo del segundo acto, particularmente en la aparición del motivo del himno a la noche y el ensueño de amor (O sink´hernieder/Oh! Desciende/Nacht der Liebe/noche de amor), acto segundo, escena segunda, en que la orquesta modula a un la bemol mayor, es uno de los ejemplos más acabados de la sutileza de las voces –y de la orquesta-. Timbres de gran ternura y a la vez peso vocal, delicados y, al mismo tiempo, fuertes evidenciaron el dominio absoluto sobre los aspectos estéticos y técnicos.

En el acto tercero, escena segunda, al sobrevenir una aspereza en la emisión de Peter Seiffer, ésta puso ser tomada como un recurso expresivo puesto a significar el paroxismo del estado del personaje -al menos así lo manejó el cantante, quien concluyó la obra perfectamente-. Al tenor le es reservada la mayor parte del acto tercero, lo que importa un esfuerzo vocal sostenido –recordemos que Ludwig Schonorr vov Carosfeld, el primer Tristán, murió de tifus pocas semanas después del estreno y que entonces se dijo que el gran esfuerzo ante las demandas del papel no habría sido ajeno al debilitamiento que pudo favorecer el progreso de su enfermedad-. Del mismo modo que al heldentenor, a la soprano le caben la extensa intervención inicial con Brangene, y el dúo de amor acaso más largo (50 minutos) del repertorio operístico. El lemotiv final de la Muerte de amor, presentado ya por Tristán en el acto segundo, escena segunda, conlleva, tras casi cuatro horas y media de comenzado el drama, una exigencia expresiva de las mayores, ya que cierra la obra: en el fraseo, la dulzura y a la vez la aceptación del destino fatal: Isolda va sumergiéndose paulatinamente, por conducto de la música en un estado de ajenidad, renuncia del mundo y entrada gozosa a la muerte liberadora, en un pasaje permanente de la zona media a la grave del registro que –a lo largo de los casi nueve minutos que dura- requiere un domino total. Una voz dúctil, profunda, expresiva y extremadamente cálida hablan de las cualidades de la soprano dramática Anja Kampe.

Igualmente expresivas, dúctiles y potentes, las voces de Angela Denoke y Boaz Daniel en los demandantes roles de Brangene y Kurwenal mostraron, cada una con su particularidad, todo su brillo: es la mezzosoprano quien decide dar a beber el filtro de amor en lugar del de muerte y el barítono, confidente de Tristán, quien exterioriza los sentimientos suyos y los éste cuando el tenor calla y que, finalmente, entrega su vida.

La del Rey Marke, en el segundo acto es una de las partes más extensas para su cuerda en el repertorio operístico y expresa su conmoción, con el motivo del dolor de Marke –si Tristán lo ha traicionado ya no puede existir la fidelidad- sin el sostén de la música, en un canto casi hablado. Con un timbre tan musical como profundo, Kwangchul Youn abordó este pasaje y el también extenso del tercer acto.

Gustavo Lopez Manzitti compuso, con su timbre bello, potente a un Melot en todo a la altura del elenco. Lo mismo que Florian Hoffmann y Adam Kutny.

El Coro Estable, en las voces de los marineros, se desempeñó con la solvencia e intensidad vocal acostumbrada.

La puesta

Harry Kupfer concibió un espacio simbólico y despojado. Es congruente con una obra donde prima la interioridad sobre lo externo: la enorme figura de un ángel caído que emerge parcialmente del suelo es el soporte físico de la obra y, como tal, es incierto y lleno de interrogantes. Es sobre sus superficies irregulares por donde los cantantes deben deslazarse y hacerlo de un modo vacilante y dificultoso, tal como las vicisitudes de los personajes. Es cuestionable que una parte del dúo de amor -uno de los momentos más hermosos de la ópera- haya tenido lugar con los personajes arrastrándose en lugar de estáticos y entregados el uno al otro.

Sin duda, una versión memorable de una de las obras mayores del repertorio operístico.

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