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Opinión 6 de diciembre de 2020

Un año haciendo equilibrio

foto archivo

Por Jorge Raventos

El gobierno de Alberto Fernández está en vísperas de cumplir su primer año. En diciembre de 2019, después de un capítulo final del período de Mauricio Macri durante el cual el país bordeó  el precipicio de la ingobernabilidad, la perspectiva que abría un nuevo gobierno asentado sobre el peronismo, más allá de otros sentimientos,  hacía conjeturar un período de autoridad firme.

Un año después, este diciembre vuelve, sin embargo,  a mostrar a una Argentina que camina por la orilla  y a  un gobierno  que no consigue ejercer la autoridad que por su pedigree  se le imaginaba.

Hubo momentos, durante estos doce meses, en que el Presidente -un cultor del equilibrio y un artista del equilibrismo-  pareció consolidarse. Cumplió algunos de sus objetivos principales -el arreglo con los bonistas en la renegociación con la deuda privada, el paciente tejido  con las autoridades del FMI para  negociar un acuerdo con la entidad, la puesta en marcha de una red de asistencia destinada a paliar las dificultades de una formidable cantidad de personas marginalizadas.

Y desde el mes de  marzo tuvo  que afrontar el gran desafío de la pandemia. Irónicamente, este desafío lo ayudó en primera instancia a fortalecerse.  Fue  una oportunidad para exhibir autoridad  y ponderación en un tema que interpelaba a toda la Argentina, por encima de las divisiones políticas.

La estrategia antipandemia que encaró se demostró virtuosa en desplazar hacia adelante los riesgos de contagio, dar tiempo a la estructura sanitaria para prepararse para mayores exigencias y mantener notablemente baja la tasa de letalidad del virus durante varios meses. Con el correr de las semanas se empezó a observar que esa política  demandaba un esfuerzo prolongado ( acentuado por el comprensible inicio temprano de las cuarentena) y, como contrapartida, provocaba resultados negativos en el plano económico.

Durante un largo trecho, Fernández desarrolló su estrategia en cooperación ostensible con el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y en ese tiempo la figura de ambos creció en la estimación de la opinión pública.

Pero ese vínculo prometedor, tensado desde los extremos, no resistió indemne demasiado tiempo porque el Presidente atendió prioritariamente las demandas de su heterogéneo frente interno.

Las fisuras en lo que había prosperado como alianza antipandemia, sumadas a reveses en el campo sanitario y a las crecientes urgencias económicas erosionaron el respaldo que había llegado a alcanzar la imagen presidencial, mientras se extendía -en la opinión pública y también en los mercados- la sensación de insuficiencia (o eclipse) de autoridad.

El siempre tenue tejido institucional de la Argentina tiene como eje indispensable la autoridad presidencial: este es un país altamente presidencialista y el peronismo es una expresión quintaesenciada de esa característica. La disipación de la figura presidencial no puede sino traducirse como anomia y desorden creciente. El país vivió durante estos meses varias situaciones de desorden que evocaban el fantasma de la ingobernabilidad y representaban -como dijo en su momento Eduardo Duhalde- “signos de anarquía”.

En las últimas semanas el Presidente  ha empujado al centro del tablero a su ministro de economía. Martín Guzmán ha dado señales interesantes: ha conseguido reducir sensiblemente la brecha entre el dólar oficial y el paralelo; en una reunión de banqueros centrales,  expuso sus reparos a un exceso de la emisión de pesos;  sostuvo que “la expansión de la liquidez se puede canalizar en parte a la demanda por moneda extranjera y genera presiones cambiarias” (es decir: suba del dólar y presión sobre los precios).

Guzmán resulta, si bien se mira, la bisagra más aceitada del gobierno de Fernández con el sistema internacional. Es el nexo con la directora general del Fondo Monetario, Krystalina Georgieva. El vínculo con el mundo es indispensable y hoy luce prometedor: el consumo chino vuelve a empujar arriba el precio de nuestras exportaciones principales y hay capitales disponibles si el país pone sus cuentas (y su autoridad) en orden.

Fernández ha conversado ya con el próximo presidente de los Estados Unidos y consiguió esta semana comunicarse con Jair Bolsonaro: ambos parecen entender (más vale tarde que nunca) que Brasil y Argentina se necesitan.

El ministro de Economía se ha reunido con los influyentes líderes empresarios de AEA, la Asociación Empresaria Argentina. Un año atrás, lo había hecho el propio Fernández, pero ahora le dejó la tarea a Guzmán: la entidad no cuenta con buena prensa en un sector del oficialismo y hasta a la conducción de la CGT (que cultiva esa relación) le han pasado la factura por ese vínculo.

De las iniciativas y declaraciones del ministro se desprende un camino de reformas y creciente austeridad fiscal. Un camino bueno., una realidad que  una parte de la oposición (que siempre la reclamó) ha decidido denunciar y de la que una parte del oficialismo prefiere no hacerse cargo. La Cámara de Senadores, con mayoría oficialista, modificó el cálculo del gasto jubilatorio elevado por el Poder Ejecutivo  (que ya tenía media sanción de Diputados) y obligará a Guzmán a reformular sus cuentas. Los empresarios comprenden que el ministro es un alfil del Presidente y lo visualizan  como el costado más receptivo del gobierno e imaginan que su fortalecimiento puede inducir una mirada más amigable y realista sobre el mundo de los negocios que la que observan (y temen) en otros rincones de la coalición de gobierno

Pero si el rol de Guzmán aparece como auspicioso, su protagonismo evidencia la baja visibilidad presidencial. Una baja visibilidad que no sintoniza con el hiperpresidencialismo argentino.

Quedan asignaturas pendientes que habrá que rendir pronto (obtener las vacunas contra el Covid y organizar con eficiencia su aplicación masiva no es la menos importante) y hay otras que demandarán más tiempo, pero que es preciso empezar a cumplir cuanto antes: hacerse cargo de la pesadísima deuda social, con casi la mitad de los argentinos y el 60 por ciento de los menores de 17 hundidos en la pobreza y un número enorme a punto de caer en ella, reconstruir la confianza para alentar la inversión, recuperar la producción y el crecimiento,. Fernández lo sintetizó así    en su discurso ante la Conferencia Industrial organizada por la UIA: “El riesgo de este año que pasó fue la pandemia; el riesgo que se avecina es no crecer”, En realidad, un riesgo está lejos de haber concluido aún, y el otro lo viene acompañando como una sombra.

Por eso, a días de  cumplirse el primer año de gestión, la opinión pública le baja al Presidente las altas calificaciones de algunos meses atrás, aunque todavía prevalezcan, por poco, las cifras en azul sobre las notas en rojo. Como dijo un funcionario en referencia al velorio de Maradona,  “pudo haber sido peor”.



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