Opinión

Un mes entre la deuda, la emergencia y la política exterior

Por Jorge Raventos

Un mes de gestión -acaba de cumplirlo el gobierno de Alberto Fernández- no es un plazo suficiente para grandes evaluaciones. En cualquier caso, el Presidente puede estar satisfecho con algunos logros: el Poder Ejecutivo se ha fortalecido, consiguió el acompañamiento del Congreso cuando impulsó la ley de solidaridad social y reactivación productiva (que la oposición llamó “de multiemergencia”); el programa “Argentina contra el Hambre” ya está en marcha y han comenzado a entregarse las tarjetas personalizadas para que los más necesitados puedan comprar alimentos (el ministro Daniel Arroyo planea alcanzar con ese recurso a dos millones de personas); los mercados han reaccionado positivamente ante las manifestaciones que ratifican la voluntad oficial de encarar el pago de la deuda argentina a través de negociaciones: el ministro de Economía, Martín Guzmán, se dispone a iniciar conversaciones formales con los tenedores de bonos; hay en marcha un aumento de salarios de emergencia como adelanto de paritarias y distintos sectores (empresarios, gremios, movimientos sociales) se preparan para moderar la puja distributiva y cooperar en poner freno a la inflación; volvieron los precios cuidados al comercio y se congelaron los precios del transporte en el área metropolitana.

La nota desafinada más destacable proviene del campo: las organizaciones mayores del sector no terminan de contener la protesta de productores independientes que se quejan de pérdida de rentabilidad por efecto de la presión impositiva (en la provincia de Buenos Aires, por caso, el incremento de las retenciones se sumó al aumento del gravamen inmobiliario impulsado por la reforma fiscal que impulsó el gobernador Axel Kicillof).

Un mundo que se achica

Los críticos del Gobierno sostienen que Alberto Fernández no trabaja con un plan. Cierto: “empezamos por los últimos para poder llegar a todos”, resumió el jefe de gabinete Santiago Cafiero. El gobierno está tratando en primer lugar de ajustar las cuentas mientras administra la emergencia priorizando la equidad. No habrá consumado esta etapa hasta no resolver, principalmente, la renegociación de la deuda. Es justo en este punto donde la situación nacional se ve atravesada inevitablemente con la política exterior (“la verdadera política”, decía Juan Perón). El Presidente cuenta con un equipo sólido en ese terreno, a cargo de Felipe Solá.

Argentina va a necesitar ayuda de Estados Unidos para ordenar su difícil situación financiera, para avanzar en un reperfilamiento de su deuda con el Fondo Monetario Internacional y para que no se sumen obstáculos al deseado flujo de inversiones que el país necesitará para desarrollar sus ventajas comparativas.

En ese contexto, antes de que Donald Trump recalentara la atmósfera mundial al decidir el “targeted killing” (eliminación selectiva) en Bagdad del general iraní Qasem Soleimani, el gobierno de Alberto Fernández ya recibía una fuerte presión de Washington. Como se señaló aquí una semana atrás, un artículo publicado por la agencia Bloomberg había atribuido a fuentes de la Casa Blanca lo que muchos observadores interpretaron como un mensaje para la Casa Rosada. La nota afirmaba que, según el gobierno de Trump, Argentina “cruzó un límite” al dar asilo y autorizar la actividad política del boliviano Evo Morales y al apartarse de la rígida postura que Washington prescribe en relación con el régimen venezolano de Nicolás Maduro. La nota de Bloomberg sostenía que esas asignaturas podían costarle a la Argentina el no respaldo de Trump en sus gestiones financieras.

Pese a la insistente y dominante interpretación mediática local, es muy posible que -como sostuvo esta columna una semana atrás- “el artículo no refleje una postura de la Casa Blanca sino sólo de una fracción del gobierno de Washington”. Muchos analistas locales parecen coincidir con la mirada de esa fracción.

Otra manera de ver

La historia de la “línea roja” presuntamente cruzada por el gobierno de Fernández merece una lectura diferente de la que sugieren el artículo de Bloomberg, actitudes ruidosas como las que suele exponer el asesor de Trump de origen cubano Mauricio Claver Carona o interpretaciones rioplatenses sintonizadas en esa misma frecuencia.

El representante especial del gobierno de Estados Unidos para Venezuela no es Claver, sino Elliot Abrams, un veterano y fogueado diplomático republicano que ya tuvo a cargo misiones de responsabilidad con los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush. Su opinión tiene peso y pertinencia.

En diciembre, después de la asunción de Alberto Fernández, Abrams, que había conversado con él antes de esa ceremonia, se prestó a una entrevista con el diario Clarín. “Así como nosotros queremos buenas relaciones con Argentina, Fernández quiere buenas relaciones con nosotros. Hablamos de Venezuela, por supuesto, porque es mi cargo y creo que compartimos un deseo para elecciones libres y para una salida de la crisis en la que vive Venezuela por vía de elecciones”, puntualizó entonces.

Cuando la entrevistadora señaló la presencia en el acto de asunción de Fernández del ministro de Comunicación venezolano, Jorge Rodríguez (argumento que su colega Claver Carone había esgrimido para no asistir al acto), Abrams prefirió destacar otro hecho: “En primer lugar, es interesante que Nicolás Maduro no asistió”. La periodista busca otro flanco: “¿El haber recibido a Evo Morales como refugiado en el país es un signo de la política exterior que quiere seguir Alberto Fernández?°. Abrams responde: “Yo no quiero sobreinterpretar. Pero, ¿qué quiere decir que no haya invitado a Evo Morales a la asunción del mando? Ha aceptado a Evo Morales como refugiado, ¿qué quiere decir? Bueno vamos a ver.” La periodista siguió hurgando: “¿Cree que el peso de la vicepresidenta Cristina Fernández, amiga de Maduro, puede influir en Fernández y la política sobre Venezuela?”. Abrams evadió la incitación con agudeza y elegancia: “Está invitándome a interferir en la política interior de su país y no acepto esta invitación”, replicó.

Parece evidente que el funcionario estadounidense distingue los matices con más precisión que muchos observadores locales. Esta semana, después de que el régimen de Nicolás Maduro intentó impedir por la fuerza la reunión de la Asamblea (congreso) de su país y la reasunción del opositor Juan Guaidó como titular de ese órgano, la cancillería argentina emitió un documento en el que calificó “los episodios registrados en el día de la fecha en la República Bolivariana de Venezuela” como “inadmisibles para la convivencia democrática los actos de hostigamiento padecidos por diputados, periodistas y miembros del cuerpo diplomático al momento de procurar ingresar al recinto de la Asamblea Nacional, para elegir a las nuevas autoridades de su junta directiva”. El texto del gobierno argentino definió lo ocurrido como “un nuevo obstáculo para el pleno funcionamiento del Estado de Derecho, condición esencial para permitir encaminar una salida transparente a la situación que hoy vive el pueblo venezolano”.

Realismo y cabeza propia

Un distinguido grupo de analistas locales, quizás más papistas que el Papa, criticó el documento del gobierno de Solá y Fernández adjudicando máxima trascendencia al hecho de que no se hubiera caracterizado allí al gobierno de Maduro “como una dictadura”. Elliot Abrams, en cambio, puso el foco en otro punto: “Conocemos el fuerte apoyo en Colombia a la democracia en Venezuela y a Juan Guaido. Hay un nuevo gobierno en Argentina que ha tomado una posición ligeramente diferente, y obviamente lo mismo México. No han tomado la misma posición que los Estados Unidos. Así que fue muy interesante cuando el mismo día, sin dudarlo, ambos consideraron inaceptable lo que sucedió en Caracas y lo rechazaron, y creo que eso es realmente sorprendente”, dijo Abrams. “Y Maduro debe preguntarse hoy, ‘¿Me quedan aliados?’ No van a apoyar ese tipo de medidas. Van a denunciar ese tipo de medidas”.

La mirada de Abrams no parece avalar la idea de una “línea roja” atravesada por Argentina, sino más bien otras, más constructivas y sutiles: la de que los hechos son más importantes que las palabras y la de que las coincidencias políticas no siempre necesitan expresarse como un coro unánime.

En el tema Venezuela, como frente al golpe de Estado boliviano, el gobierno de Fernández procura sostener con pragmatismo y sin arrebatos aislacionistas una tradición de la política exterior argentina no intervención en los asuntos internos de otros países y sostenimiento de la legalidad, la democracia y el diálogo institucional.

En cuanto al choque entre el gobierno de Trump y el de los ayatollahs, el gobierno argentino ha mantenido una actitud prudente, convocando a las partes a desescalar el conflicto, una posición que concuerda con el consenso internacional. Cualquier sobreactuación sería desaconsejable. Es inteligente proceder con realismo y cabeza propia: reconociendo prioridades, relaciones de fuerza y espacios de incumbencia y evitando las trampas del ideologismo o el principismo abstracto.

Los días y meses que vienen pondrán al gobierno ante desafíos más exigentes aún. Esta es una prueba de largo aliento.

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