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Interés general 3 de julio de 2019

Un viaje inolvidable para apreciar el eclipse

Por Claudio Rodriguez (*)

Este martes 2 de julio, con mis tres hijos, fotógrafos de alma, y la aventurera energía de mi mujer, nos levantamos bien temprano, cargamos baterías, revisamos memorias, ajustamos trípodes, controlamos filtros, limpiamos lentes y cargamos el baúl del auto con una buena dosis de sándwiches de milanesa y dos sendos termos con agua caliente para el mate. La jornada prometía gélidas temperaturas y clima destemplado, pero a diferencia de otras salidas fotográficas, esta era única en 300 años.

Con un pronóstico desalentador, pero llenos de optimismo emprendíamos un viaje de 400 km a la localidad de Lobos, una de las ciudades más cercanas donde la umbra, esa privilegiada franja de tierra, anhelada como un Santo Grial, iba a ofrecernos, por poco más de dos minutos, la posibilidad de fotografiar la corona, esa imagen por la que los astrofotógrafos son capaces de esperar toda una vida.

El punto de encuentro con colegas y alumnos fue frente a la laguna de Lobos, a unos 15 km de la ciudad homónima y luego de transitar un dificultoso camino rural que en una de sus vueltas nos dejó apreciar, desde lejos, la onerosa arquitectura del Palacio La Candelaria.

Un grupo números de fotógrafos y avistadores nos esperaban con sus equipos y telescopios, lugareños y extranjeros, incluyendo a un simpático australiano controlaban una y otra vez configuraciones y lentes: una gran lengua de tormenta parecía interponerse en nuestro anhelo.

El mate caliente apenas nos distraía del frío y la ansiedad. El eclipse comenzaba pero nos había sido velado por una gran formación nubosa que se perdía en el horizonte. El ansia y los nervios se replicaban, mirar las nubes, luego el reloj, alguno chequeaba en el celular una aplicación que registra la posición del sol, mirada desesperada al compañero más cercano, vuelta la vista al reloj y la conducta casi maníaca recomenzaba su ciclo.

De pronto, todo el caos y las corridas se detuvieron, era tiempo del eclipse total, no es que pudiéramos verlo ni retratarlo, pero de pronto todo se oscureció, el intenso viento pareció detenerse, un grupo de aves abandonó su refugio entre las ramas para echar a volar confundidas, y entonces en las zonas despejadas del cielo, aparecieron las estrellas con todo su brillo.

La noche se había adelantado, por poco más de dos minutos. Entonces, un poco desilusionados, pero aún con la esperanza de poder apreciar el esperado fenómeno comenzó un murmullo, como una final Argentina Brasil, el murmullo entre compañeros, se empezó a alzar, alentándonos mutuamente. Sí , aún teníamos tiempo de descuento.
Y sí!! Ese murmullo se convirtió en griterío cuando una lengua de fuego se asomó bajo los densos nubarrones. Un puñado de segundo fueron suficientes para justificar todo el viaje. Ráfagas y ráfagas, ya no de viento, sino de las cámaras tomando las fotos se empezó a escuchar reemplazando la algarabía por un frenesí de aficionados concentrados ahora en su métier.

Quizás no fue lo que fuimos a buscar, quizás no tengamos la foto ganadora, pero ahora nos abrazábamos y festejábamos, a unos pocos metros un muchacho de origen asiático hincaba su rodilla en tierra y alzando en su mano un brillante anillo ofrecía casamiento a su novia, los demás del grupo aplaudíamos y victoriábamos, liberando toda esa ansiedad contenida en dos minutos eternos.

Ya en casa y de regreso, me pregunto cómo, entre decenas de fotógrafos nadie levantó su cámara para luego ofrecerle a la feliz pareja una foto de recuerdo. Y luego me respondo, que muchas veces los mejores momentos son tan intangibles que mejor dejarlos sólo en el recuerdo.

El tesoro de poder compartir mi pasión por la fotografía con mi familia, una repentina oscuridad, unas aves volando asustadas y un eclipse que vivimos pero que nunca pudimos fotografiar en su totalidad

Por Claudio Rodriguez,

(*) fotógrafo en @avesmardelplata

 



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