Deportes

Únicos e irrepetibles

Por Marcelo Solari

Veinticinco años. El equivalente a un cuarto de siglo puede ser mucho tiempo o una fracción ínfima, de acuerdo al parámetro que se tome para analizar o definir una cuestión determinada. En cualquier caso, ese período no representa una cifra antojadiza, sino todo lo contrario. Un necesario mojón, un momento para frenar la pelota y con la cabeza levantada -recurriendo a una figura bien futbolera- otear el panorama. Ideal para mirar en retrospectiva y también, para ver hacia dónde ir.

Un 11 de marzo se iniciaba oficialmente, en 1995, el acontecimiento deportivo por excelencia que haya albergado Mar del Plata. Una ciudad que, especialmente desde entonces y hasta no hace mucho tiempo, se acostumbró a recibir las mejores manifestaciones deportivas de carácter internacional.

Los primeros días del Polideportivo Panamericano Islas Malvinas.

Pero los Juegos Panamericanos se ubican un escalón por encima de todo. Quienes tuvieron (tuvimos) la posibilidad de vivirlos a pleno, como protagonistas, comunicadores o espectadores, fueron (fuimos) testigos de un espectáculo sin precedentes que les (nos) cambió definitivamente la mirada sobre un montón de cosas. Porque los Juegos no marcaron solo el repentino interés por numerosos deportes, casi como una reivindicación del polideportivo en un país donde reina y reinará el fútbol, sino también porque se trató de una acontecimiento que fue mucho más allá de la competencia en sí.

Hubo, por supuesto, decenas de historias épicas y gloriosas (muchas protagonizadas por atletas argentinos) y, también, centenares, miles de historias de vida particulares, fuera de la competencia, ligadas irremediablemente a aquel marzo del ’95.

Las medallas que se entregaron en aquellos inolvidables Juegos.

Porque entregó la pauta de que era posible trabajar en equipo para conseguir llevar adelante “los mejores Juegos de la historia” (al menos hasta ese momento). Porque el fantástico desempeño de los voluntarios se convirtió en el alma de los Panamericanos y hasta mereció una mención especial en la Memoria Oficial de la entonces Odepa (hoy Panam Sports). Porque causó un impacto social y cultural sin precedentes. Y porque fue un antes y un después en todo sentido, especialmente porque aquellos Juegos cambiaron la relación del deporte con la ciudad. Que los adoptó, los hizo parte, los tomó como propios. Como un ejemplo para seguir y que hoy, lamentablemente, parece tan inalcanzable.

Las imágenes se agolpan en la memoria y se proyectan en una rápida sucesión. Son tantas que algunas aparecen confusas y hay que recurrir al archivo. Pero otras permanecen indelebles y ordenadas, como si hubieran pasado ayer. El suave trote en ascenso por la escalera al cielo en la tarde-noche en que todos quisieron (quisimos) ser Nora Vega para encender la llama; la gente rendida ante Javier Sotomayor (y viceversa); los omnipresentes rompevientos rojos de los voluntarios; la semilla que germinó con medallas y que tiempo después daría origen a Leonas y Leones y, por fin, las de los logros de color celeste y blanco. La enorme conquista del vóleibol, la lluvia de medallas del patín, el fantástico desempeño del tenis.

El título de las futuras Leonas.

Está bien. Los oros del fútbol y del básquetbol de ninguna manera se pueden soslayar. Máxime en un país que se alimenta y ufana de éxitos en deportes de conjunto. Pero de alguna manera se apostaba y se esperaba por esos éxitos, aunque no fueron sencillos de conseguir.

Marcelo Gallardo, uno de los campeones con la Selección Argentina de fútbol.

El vóley dejó su huella no solo por haber protagonizado una final legendaria ante Estados Unidos (en épocas en las cuales todavía había que tener el saque para poder sumar puntos), sino que estableció un registro de público nunca jamás repetido en el Polideportivo, con espectadores a nivel de la cancha, a escasos metros de las líneas de juego, y tapizando los escalones de todos los accesos (para la final del básquet, con un criterio tan prudente como acertado por razones de seguridad, se limitó el ingreso de la gente).

El triunfo del vóleibol fue uno de los puntos altos de los Juegos.

El patín, un deporte estrechamente ligado a la ciudad, acaparó medallas por doquier (21 en total), incluso ante rivales con enormes antecedentes internacionales. ¡Qué lejos parece haber quedado esa supremacía continental!

Y el tenis capturó nada menos que 6 de las 7 medallas de oro en disputa (apenas se perdió la final del doble mixto, con Luis Lobo y Patricia Tarabini), en un Club Náutico que por sus canchas vio pasar a los estadounidenses Chanda Rubin (fue 6ª del mundo en 1996), Ann Grossman (29ª de la WTA durante los Juegos) y Donald Johnson (quien luego sería número uno del mundo en dobles y ganador de dos títulos de Grand Slam), al venezolano Nicolás Pereira (llegó a ser Top-70 mundial), los uruguayos Diego Pérez (llegó al puesto 27º en la ATP) y Marcelo Filippini (30º) o el carismático brasileño Gustavo Kuerten (llegaría a ser número uno del mundo cinco años después y obtendría tres títulos en Roland Garros).

Un joven Fabricio Oberto integró la Selección campeona del básquetbol.

A la distancia cuesta advertir todo lo que significaron algunos nombres ilustres que jugaron en el patio de casa. En unos Juegos únicos e irrepetibles, porque aunque la buenaventura, los avatares económicos o una gestión ejemplar permitan que Mar del Plata vuelve a ser sede de la justa deportiva continental, ya nada volverá a ser igual.

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