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Cultura 19 de marzo de 2017

Azul Yves Klein sobre Buenos Aires

La muestra "La revolución del color: tras las huellas de Yves Klein" se presenta en Fundación PROA. Foto: Télam / Daniel Dabove.

por Nerea González

Atravesadas por la filosofía asiática y por la concepción del arte como algo inmaterial, las obras de Yves Klein (1928-1976), el francés que pintó con el fuego y la lluvia y diseñó su propio azul, se muestran por primera vez en forma de retrospectiva en Sudamérica en una muestra en Buenos Aires.

Klein era cinturón negro de judo e hijo de padres pintores, pero nunca pensó que acabaría dedicándose al arte. Escribió mucho y defendió que el mundo puede plasmarse con un solo color. Fue precursor del “happening” y murió muy joven, con 34 años.

Lo mató su tercer infarto en dos meses pero antes, en solo siete años de trabajo, le había dado tiempo a completar las 1.500 obras que lo convirtieron en uno de los mayores exponentes del arte contemporáneo del siglo XX.

Su carrera es un universo de audacias y desafíos a las nociones preconcebidas tan difícil de condensar en unas pocas líneas como en unas pocas salas de museo. El de la Fundación Proa, ubicado en el barrio de La Boca de Buenos Aires, hace, sin embargo, un buen esfuerzo desde este fin de semana con la primera muestra retrospectiva de este autor que visita Argentina.

“Es el pibe de azul, teníamos que hacerlo en La Boca”, bromeó durante la presentación de la muestra a la prensa Daniel Moquay, coordinador de los Archivos Yves Klein y curador de la exposición, en referencia a los colores del club de fútbol Boca Juniors y al característico tono que tiñe muchas de las obras del artista francés.

El International Klein Blue (IKB) contrasta con las paredes blancas del Proa en obras como el Relieve planetario azul de 1961, las esculturas de esponja o el Biombo de cinco paneles (1957), traídas desde París para quedarse en Buenos Aires hasta julio.

La retrospectiva parte de sus obras monocromas más tempranas, como el rectángulo butano de “Expresión del universo de color naranja plomo” (1955), rechazada en Francia en el certamen del Salon des Réalités Nouvelles cuando la presentó.

“Una obra empieza con dos colores”, cuenta Moquay que le contestaron a Klein, con gran revuelo en la época. Pero él no retrocedió en sus ideas.

Su particular forma de representar el cuerpo humano en las “Antropometrías” ocupa otra sección destacada. El artista había viajado a Japón, había alcanzado el nivel de cuarto Dan en judo, y, por ello, el cuerpo tiene un papel fundamental en su producción artística, no solo como modelo sino como herramienta.

También hay algo de la concepción oriental del mundo en la forma en la que las obras invitan a sentarse delante de ellas, a veces incluso con un banco enfrente, como si fuera un jardín zen.

En las “Cosmogonías” es la naturaleza la que se convierte en herramienta. Las llamas fueron el pincel en las “Pinturas de fuego” y el aire que soplaba en 1961 fue su coautor cuando ató lo que sería “El viento del viaje” sobre un coche de dos caballos.

Pero para Moquay, la parte más importante de la carrera de Klein es la que no se puede ver, aunque en la muestra aparezca en forma de fotografías y documentos que dan testimonio de que el francés hizo cruzada por un arte “inmaterial”.

El francés vendió a cambio de oro sus “Zonas de sensibilidad pictórica inmaterial” (Zone de Sensibilité Picturale Immatérielle), un vacío, una nada, que se intercambiaba mediante una transacción convertida en performance.

Las compraron coleccionistas como el guionista Michael Blankfort, que se reunió con Klein a orillas del Sena. Ante un testigo, el artista le dio un recibo para quemar y el comprador entregó varios lingotes, de los cuales la mitad fueron a parar al río porque el arte es la tierra y algo debe volver a la tierra.

“Cuando tú has vivido algo así tienes la experiencia para siempre. Es algo que no puedes venderlo (…) Yo pienso que el valor espiritual es mucho más importante”, argumentó Moquay.

“El arte quizá lo que te da es otra cosa, algo que te rellena. Lo que decía Yves Klein para mí es una cosa lógica”, continuó el especialista, quien, no obstante, reconoció que es difícil “convencer a la gente” de que él era “sincero” cuando decía que no hacía las cosas por dinero.

Mientras, a su lado, su esposa, la artista alemana Rotraut Klein Moquay grababa su disertación en el Proa con el móvil. Tiene 87 años y su afán por registrarlo todo es el mismo que le llevó a conservar todo lo que produjo su otro marido, el propio Yves Klein.

Aún hoy, los dos cuentan que siguen sorprendiéndose cuando el hallazgo de un papel con su letra o el descubrimiento de un detalle que había pasado inadvertido en un cuadro revela una nueva forma en la que Klein desafió sus límites, borrando cada frontera imaginada alguna vez para el arte.

EFE.



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