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Cultura 16 de mayo de 2017

Muertes de dioses, viajantes y religiones

por Gabriela Urrutibehety

El lector que escribe un diario lee teatro. La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Un clásico, claro. Un texto de 1949 que se puede leer tan actual, demasiado actual. Como corresponde a un clásico, claro.

Leer teatro es todo un desafío, pero la escritura de Miller es diáfana: las didascalias no alteran la tarea de leer sino que acompañan perfectamente al lector en la organización de un espacio escénico interior, sin cortar el estilo, el ritmo ni el tono de los diálogos.

Poco teatro se lee hoy, sabe el lector que escribe un diario. Tal vez porque un texto teatral es apenas un pre-texto, un no-nacido que debe esperar la puesta en escena para ser, aunque, piensa el lector que escribe un diario, leer la obra de Miller es una posibilidad completa, diferente a la de la escenificación (que por otra parte, sería la lectura del director de la puesta). Un lector monta la obra en su mente, un espectador la recibe a través de otro modo de experiencia. Un texto teatral, piensa el lector que escribe un diario, entonces, es un ser bifronte con dos posibilidades de ser interpelado, esto es, leído. Y es una pena, entonces, que no se lea teatro hoy. Otra de las penas que nos está imponiendo el mercado.

La historia se conoce. Willy Loman es un viajante en la antesala de la vejez, alguien que se ha pasado la vida en tránsito para terminar dándose cuenta de que no llegó. Ni él ni sus hijos llegaron, como sí lo hicieron los otros. El lector que escribe un diario iba a escribir “llegar se mide en términos de dinero”, pero eso podría inducir erróneamente a suponer grandes fortunas: nada de eso. Llegar, para los Loman, es terminar de pagar la hipoteca y obtener una renta aceptable para el retiro. Y Willy se ha pasado la vida tratando de llegar y de inculcar a sus dos hijos la importancia de ser exitosos a toda costa. Sin embargo, solo puede decir que “trabajas toda la vida para pagar una casa. Finalmente, es tuya, pero no hay nadie que viva en ella”.

Aires de derrota cubren a todos los integrantes de la familia Loman. La frase constante de Willy es “me gustaría saber cómo lo hizo”, amarga constatación de que los otros lograron el sueño que él se proponía para sí y para los suyos. Pero además, es la derrota del sueño, la constatación de la mentira vigente en la promesa de prosperidad a base del esfuerzo individual que la sociedad capitalista le prometía. Compraste una nada y no te diste cuenta de que te estaban engañando, Willy, piensa el lector que escribe un diario, y se siente tentado a agregar “meritocracia”, una palabreja que no existía en 1949 pero que hace de puente al presente.

El lector que escribe un diario rescata una frase de Agamben, quien la refiere a Benjamín: “Dios no murió, se convirtió en dinero”. En el mundo actual, el destino que amenazaba a Edipo ha sido reemplazado por el juego de ganancias y pérdidas que en algún lejano lugar se cocina.

En la tragedia clásica, el destino es una fuerza feroz, a-moral en tanto fuera de los cánones humanos, que aplasta al hombre que se atreve a torcer el orden de la Physis, de la naturaleza; esto es, una fuerza que no tolera la hybris, la desmesura. En Miller, esa fuerza es la del self made man y el sueño americano, que conlleva la idea de que “el hombre es forjador de su propio destino”: el lector que escribe un diario anota la insistencia de Loman en preguntar “cómo lo hizo” al que llegó, Howard pensando que Loman “se lo buscó”.

Pero esta promesa es un engaño: la fuerza brutal del capitalismo y sus sueños fugaces aplastan igualmente al fracasado como al exitoso. Se impone en la variedad de versiones que son cada uno de los personajes que pasan por el escenario, cometiendo la desmesura de soñar. Edipo se enfrenta a los dioses; en el siglo XX los dioses han muerto o han sido desplazados por el mercado y sus espejos de colores.

Copia el lector que escribe en su diario a Agamben: “Para comprender lo que está sucediendo, hay que interpretar al pie de la letra la idea de Walter Benjamin según la cual el capitalismo es ciertamente una religión, es la más feroz, implacable e irracional religión que haya existido jamás porque no conoce ni tregua ni redención. En su nombre se celebra un culto permanente cuya liturgia es el trabajo y su objeto el dinero”.

La muerte del viajante -nosotros, peregrinos en este viaje de lágrimas- como modo de producir dinero: nadie, sabe el lector que escribe un diario, se animará a salir a la calle con un cartelito que diga “Je suis Loman”. Aunque tal vez, deberíamos.

(*): www.gabrielaurruti.blogspot.com.ar