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Gastronomía 27 de mayo de 2017

Un fruto otoñal: La castaña

por Caius Apicius

Mientras en el hemisferio Norte se anuncia ya el verano, en el Sur el otoño va avanzando hacia el solsticio de invierno, para el que queda menos de un mes; si pienso en ello, me viene a la mente algo que asocio siempre con el otoño avanzado: las castañas.

Nadie, o casi nadie, les da importancia. En cambio, en mi tierra natal, Galicia, gozan de alta consideración. Por San Martín, el 11 de noviembre boreal, es costumbre celebrar una fiesta en la que las protagonistas son las castañas, asadas en la lumbre.

Con los primeros fríos aparecían en las calles las castañeras, que ofrecían las castañas asadas “calentitas”; era clásico comprar un cucurucho de castañas y echarlas en el bolsillo del sobretodo, para calentarse las manos.

En casa, a falta de la imprescindible hoja de lata con agujeros (en el horno casero las castañas asadas no salen igual), era un clásico el postre de castañas cocidas.

Den un corte a lo largo en la piel a un kilo de castañas y métanlas al horno hasta que la piel se seque lo suficiente como para poderlas pelar sin romperlas; de todos modos, esperen un rato para no quemarse los dedos. Cuando puedan, pues, retiren muy bien las dos pieles (exterior e interior) de las castañas.

Pongan en una cazuela un litro de leche, dos palos de canela, cien gramos de azúcar y una pizca de anís estrellado (hay quien prefiere usar semillas de hinojo); en cuanto rompa el hervor, echen las castañas peladas y bajen el fuego al mínimo. Han de cocer un cuarto de hora, y ustedes deberán cuidar de que no se rompan mucho. Es un postre de lo más tradicional.

Pero la humilde castaña adquiere categoría aristocrática en cuanto se a emplea, generalmente hecha puré, como guarnición, especialmente de platos de caza, que también son cosa de la estación dorada, del otoño.

Con todo, la máxima expresión de la castaña es esa golosina llamada marrón glacé. A finales del XIX, el español Ángel Muro escribió que una libra de marrón glacé costaba, entonces, lo mismo que un capón, que un kilo de solomillo o nada menos que cuatro docenas de ostras (“nada menos que de Arcachon”, dice Muro).

En casa pueden prepararse unas castañas glaseadas. Una vez asadas, hay que pelarlas muy bien, eliminando la piel interna incluso de los intersticios. Disuelvan azúcar en la menor cantidad de agua posible y escáldenla en sartén; pongan las castañas y hagan cocer, removiendo con una espátula de madera y moviendo la sartén, de manera que las castañas acaben cubiertas completamente de ese azúcar caramelizado. Es un marrón glacé casero, pero no de andar por casa, porque si se hace con atención está riquísimo.

Aunque se creyó que la castaña procedía de Asia, parece ser que es nativa de la cuenca mediterránea. Los romanos la apreciaron; hay referencias a ella en textos de Plinio el Viejo y del mismísimo Virgilio, en sus ‘Bucólicas’.

Entre nosotros es bonita la poesía de Federico García Lorca que empieza “las castañas son la paz / del hogar; cosas de antaño, / crepitar de leños viejos, / peregrinos descarriados…

Castañas. De comida de pobres a guarnición o relleno de platos de la más alta cocina; Alejandro Dumas, al hablar de las cocinas de España, subrayaba que en Castilla se rellena con aceitunas, en Cataluña se usan las ciruelas, en Francia la trufa y en Galicia… las castañas. Le gustaba la idea al autor de ‘Los tres mosqueteros’. Y a mí.

EFE.