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Opinión 11 de septiembre de 2016

Viaje de egresados: ¿por fin libres?

por María Cristina Oleaga

Ritual de iniciación y despedida. Padres que aceptan opciones que atrapan a los chicos y desoyen historias que atormentan. Episodios de descontrol, destrozos en hoteles y boliches, violencia, jóvenes malheridos, borracheras y hasta internaciones en coma alcohólico, consumo de drogas y ataques sexuales, ataques a la identidad, como el reciente de portación de insignias nazis, muerte súbita por cuadros de agotamiento y deshidratación, etc.

Padres e hijos atravesados por la cultura capitalista actual que nos quiere jóvenes, eficientes, felices, hermosos, y -sobre todo- aptos para consumir sin pensar. Convierte ilusiones y viajes de egresados en nichos de consumo rentables: producto estandardizado en su mecánica, destino y recorrido. Las empresas lo venden. Los padres, más compinches que protectores, intervienen poco en las decisiones y es inusual que viajen. Las autoridades escolares sólo brindan las instalaciones y los profesores ni son invitados ni desean concurrir. El viaje queda en manos de empresarios y coordinadores, éstos apenas mayores que los viajeros, calificados por simpáticos y divertidos. Los adultos dimiten, dejan a los chicos en orfandad.

Los empresarios quieren ganar; los padres, dar el gusto y ser vistos como jóvenes permisivos. ¿Y los adolescentes? Atraviesan una crisis y reflejan -de modo amplificado- contradicciones y descomposición social. Se refugian en su grupo, lugar de pertenencia para reconocerse a pesar de los cambios drásticos que sufren. Haremos un recorte esquemático de ciertos rasgos de la clase media de la que provienen los viajeros. Están acostumbrados al consumo, al vértigo de objetos que vienen a calmar/obturar cualquier conflicto. Lo han visto: adultos que salen a comprar si se deprimen, que calman la angustia con ansiolíticos, que corren tras signos de status.

Salen de noche y toman alcohol desde los 13 o 14 años. El lazo social es difícil hoy, más aún entre los chicos y con el otro sexo. Buscan desinhibirse con estímulos contundentes. Jarras locas de alcohol y psicofármacos, energizantes, porros, música estridente que impide la palabra y el encuentro, todo parece poco para enfrentar al semejante, ofrecer y ofrecerse una imagen a tono con la exigencia social. Llegan al ejercicio despersonalizado de la sexualidad, se graban en móviles y comparten ese trofeo, más autoerótico que vincular; desempeño más que acto erótico amoroso. Aspiración de disfrutar sin límites ni condiciones -mandato epocal- que los empuja desde un siempre más a la insatisfacción. El resultado: un estilo adictivo que no atempera el desamparo básico.

Algunas premisas para ese resultado: padres presionados socialmente y centrados en sí mismos; que creen mantener el amor de los hijos con permisividad; niños embuchados con objetos, rodeados de la provocación acelerada de imágenes en múltiples pantallas y desde muy temprano. Hiperestimulados pero carenciados subjetivamente para tramitar esos influjos que se vuelcan en la motricidad, la aceleración y el hambre de más y más estímulos, que -sin embargo- llevan al aburrimiento.

Durante el viaje, los egresados permanecen entre siete y nueve vertiginosos días al ritmo que soportan habitualmente una vez por semana. A la exigencia de las noches y la falta de sueño se suman otras -tanto de origen externo como interno-: prolongadas excursiones diurnas, paseos por el centro, la emoción del fin de curso, las ansiedades y los miedos respecto del futuro. Ese estilo arrasador les impide conectarse con aspectos afectivos del viaje, tramitar el duelo de la despedida.

Las empresas fomentan el dejar hacer -creen que alimentarán fama y ventas- y dejan la rudeza para los encargados de la seguridad en los boliches. Los chicos, menores, no pueden comprar alcohol pero, con que algunos exhiban un preciado DNI de 18, todos accederán a las bebidas.

Curiosa paradoja: los egresados buscan descontrol y libertad y, sin embargo, elijen un viaje tipo, prueba contundente de alienación. Encajan en un producto prefabricado que desestima su particularidad y los coagula en falsas imágenes de egresado standard, de supuesta diversión y autonomía, plenas de aturdimiento y acción; imágenes a las que -debido a la inercia del combo- deberán adaptarse puntualmente. Más oprimidos, entonces, cuando más libres creen ser.

Hay chicos que perciben, sin embargo, el sometimiento del modelo. Se niegan a subirse, incluyen otros ingredientes, lo diseñan artesanalmente, quieren tener iniciativa, imaginar desde cero, abrir el mapa de los destinos geográficos y de los otros. Es auspicioso que puedan separarse del mandato de consumir esos viajes.

También hay grupos de adolescentes que lo logran incluso dentro de los productos tradicionales, pero son muy excepcionales. Hablar con los chicos desde siempre, escuchar sus inquietudes, compartir tiempo, son algunas de las condiciones para ayudarlos a ir a contramano de lo que el mercado les impone.

(*): Psicoanalista, miembro del staff de la revista El Psicoanalítico.