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Opinión 4 de mayo de 2018

1º de mayo de 1982: el día que comenzó la guerra de Malvinas

Por Martín Balza*

Por Martín Balza*

Ese día, los británicos ejecutaron una completa y costosa operación de bombardeo contra Puerto Argentino. El avión Vulcan XM607, perteneciente al Escuadrón 101 de la Real Fuerza Aérea Británca (RAF), había recorrido los 5.600 km que separan la isla Ascensión de las Malvinas en 15 horas —fue reabastecido en vuelo 17 veces— y a las 04.42 horas lanzó sobre la península del aeropuerto 21 bombas de mil libras cada una.

Las bombas hicieron estragos en el terreno y en las instalaciones, pero la pista quedó operativa durante todo el conflicto. Esa operación fue la más importante realizada después de la Segunda Guerra Mundial.

Al amanecer y sobre nuestras posiciones al sur de Puerto Argentino se repitió otro ataque británico. En esa oportunidad utilizaron cinco cazabombarderos Sea Harrier que operaron desde dos portaviones. Emplearon cañones, misiles y bombas de 250 libras. El fuego antiaéreo propio derribó a tres de ellos. Horas más tarde se produjeron acciones en las que intervinieron aviones Mirage propios.

El adversario también ejecutó acciones similares menores en el sector de Darwin-Pradera del Ganso. En horas de la noche del mismo día, nuestra posición del sector de Puerto Argentino fue sometida a un intenso fuego naval.

Se materializó así el cerco aéreo y marítimo. Fue uno de los dos días más largo del conflicto, del bautismo de fuego de la artillería antiaérea del Ejército y de la Fuerza Aérea Argentina.

Malvinas fue una pequeña gran guerra y la primera de la era misilística. La recuperación de las irredentas islas, incuestionablemente argentinas, el 2 de abril, mediante la Operación Rosario, pudo haberse explotado acatando la resolución 502 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas del día siguiente, el 3 de abril, que disponía el retiro de las fuerzas militares, que se podrían remplazar por reducidos efectivos de nuestras fuerzas de seguridad. No era una decisión totalmente negativa, ya que se había logrado llamar la atención internacional y podía haberse negociado tratando de optimizar réditos.

Al continuar con la ocupación se nos consideraría agresores, como en realidad sucedió. Del touch and go, es decir, ocupar para negociar, se pasó al “me quedo y vamos a la guerra”, sustancial diferencia y máxima insensatez al descartar lo posible buscando lo inalcanzable.

La inepta conducción política y diplomática ignoró que la planificación de un conflicto no puede hacerse de un día para otro. Tampoco, que el mejor momento de negociar es aquel en que los adversarios todavía creen en una situación no definida. De haber procedido de acuerdo con lo señalado, difícilmente el Reino Unido hubiera contado con un importante apoyo internacional y logrado movilizar la fuerza expedicionaria más importante desde la Segunda Guerra Mundial (contó con 28 mil hombres, más de cien buques y algunos submarinos nucleares).

Hasta ese momento, habíamos exhibido profesionalidad y eficiencia, sin derramamiento de sangre británica, pero, como dice el Talmud, “la ambición destruye a su poseedor”.

El intento de recuperar las islas por la fuerza constituyó el más notable error de apreciación política y militar. Se atribuyó al almirante Jorge Anaya el haber sido quien concibió la absurda aventura. Para ello contó con la aquiescencia del general Leopoldo Galtieri, del brigadier Basilio Lami Dozo, del canciller Nicanor Costa Méndez y de un séquito de incapaces aduladores, con las excepciones del caso.

La apropiación de una causa justa, sentidamente nacional y de antigua raigambre como lo es Malvinas buscaba galvanizar a la ciudadanía en torno a ella y perpetuar así la dictadura, que se despeñaba inexorablemente. Solo la inepcia y el desequilibrio de la cúpula castrense podían apreciar tan equivocadamente el devenir de los hechos.

Se tenía la capacidad para recuperar las islas, defendidas por un pequeño destacamento de infantes de Marina británicos del orden de cien hombres y un grupo de voluntarios isleños dotados de armamento liviano, pero se carecía de capacidad para mantenerlas ante la previsible reacción de un miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), potencia nuclear de segundo orden y aliado privilegiado de los Estados Unidos.

Nosotros, los argentinos, estábamos alejados del profesionalismo desde 1955, soportábamos una grave crisis socioeconómica y política, y el gobierno nacional era sometido a durísimas críticas por parte de los principales países del mundo por violación a los derechos humanos.

Galtieri, quien se creyó “el Julio César de las pampas”, impartía órdenes desde el continente; órdenes reñidas con la más elemental concepción estratégica y táctica, órdenes que fueron aceptadas por el general Mario B. Menéndez, quien durante todas las operaciones ni siquiera se comportó como un actor de reparto. De esa manera se constituyó en Puerto Argentino una débil defensa perimétrica (50 km), sin profundidad, carente de una mínima movilidad, sin reservas ni contrataques planificados y anárquicamente conducida.

Además, se desbalanceó el apoyo logístico, la operatividad de las unidades y la moral de la tropa. Una de esas órdenes impuso una notoria dispersión de esfuerzos: de los nueve regimientos de infantería (RI), solo cuatro participaron en los combates en forma efectiva (RI 4, RI 7, RI 12 y el Batallón de Infantería de Marina 5), parcialmente dos (RI 6 y RI 25), y no participaron en las acciones tres de ellos (RI 3, RI 5 y RI 8).

La inteligencia estratégica, nacional y militar, brilló por su ausencia, y la contrainteligencia, que es la acción que consiste en negar información al adversario, fue desatendida.

En cuanto al Estado Mayor Conjunto, evidenció, tanto antes de las operaciones como durante ellas, ser un organismo burocrático e inoperante. Los generales Menéndez y Oscar Jofré, influenciados por un erróneo asesoramiento naval, no le asignaron real importancia a la estratégica zona de San Carlos para que los británicos conformaran una “cabeza de playa”, a pesar de que un isleño había alertado que era el sitio más adecuado para el desembarco, que se produjo el 21 de mayo.

El conflicto tuvo dos fases: la primera, predominantemente aeronaval, entre el 1º y el 20 de mayo; y la segunda, predominantemente terrestre, entre el 21 de mayo y el 14 de junio. Durante la fase aeronaval, nuestras fuerzas en tierra fueron sometidas a un desgaste psicofísico en las húmedas y frías trincheras, esperando el desembarco británico. La fase terrestre la iniciamos conscientes de nuestras propias limitaciones, de haber cedido totalmente la iniciativa al enemigo y de la imposibilidad de recibir apoyo del continente.

Nuestro poder de combate fue eliminado por partes: primero, nuestra flota de superficie, que se automarginó del conflicto sin siquiera intentar disputar el espacio marítimo; segundo, la Fuerza Aérea y la Aviación Naval, debido a las importantes pérdidas sufridas, a pesar de los reconocidos éxitos iniciales y la excelente profesionalidad evidenciada; por último, los efectivos terrestres del Ejército y de la Infantería de Marina, cuando el estrangulamiento terrestre cerró definitivamente el previsible cerco total que condujo a la inevitable rendición.

Una distorsionada expresión del ser nacional, exitista y derrotista por antonomasia, no rescató inicialmente en su justa medida el comportamiento de quienes pelearon por un sentimiento, pero sí lo hicieron los británicos.

Además, el conocido informe Rattenbach expresa: “Es importante señalar que hubo unidades que fueron conducidas con eficiencia, valor y decisión. En esos casos, ya en la espera, en el combate o en sus pausas, el rendimiento fue siempre elevado. Tal el caso, por ejemplo, de la Fuerza Aérea Sur, la Aviación Naval, los medios aéreos de las tres fuerzas destacados en las islas, el Comando Aéreo de Transporte; la Artillería de Ejército (Grupos de Artillería 3 y 4) y de la Infantería Marina; la Artillería Antiaérea de las tres Fuerzas Armadas, correcta y eficazmente integradas, al igual que el Batallón de Infantería de Marina 5, el Escuadrón de Caballería Blindada 10, las Compañías de Comandos 601 y 602 y el Regimiento de Infantería 25. Como ha ocurrido siempre en las circunstancias críticas, el comportamiento de las tropas en combate fue función directa de la calidad de sus mandos”.

La República Argentina jamás recurrirá nuevamente a la violencia y mucho menos a su extrema expresión: la guerra. Esta constituye uno de los actos más trágicos en la vida de los pueblos y, por desgracia, también una de las más frecuentes maneras en que se han intentado resolver las disputas en la historia. Es el diálogo, el respeto y la vocación por la paz lo que debe ser depositado en el corazón de los seres humanos.

Todos los muertos de Malvinas, argentinos y británicos, siguen viviendo no solo en la turba isleña y en el mar austral, sino también donde la verdadera humanidad mantiene su alto valor.

*Ex jefe del Ejército Argentino, veterano de la guerra de Malvinas y ex embajador en Colombia y Costa Rica.