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Cultura 2 de mayo de 2016

Lectura que enferma, lectura que cura

Por Gabriela Urrutibehety

www.gabrielaurruti.blogspot.com
El lector que escribe un diario sucumbe a los aniversarios. Tanto se dice de los 400 años de la muerte de Cervantes que el lector que escribe un diario vuelve, una vez más al Quijote, el libro más desmesurado que ha conocido en su vida de lector. Entonces, una vez más, comienza a escribir su lectura de un libro por demás transitado. Y si de tránsitos se trata, piensa el lector que escribe un diario, qué mejor que este libro del camino, esta road movie avant la lettre.
Don Quijote vive en la ruta, y las ventas –o los castillos, según guste verse- están ahí para hacer de núcleos narrativos. Cuánto más descansada la segunda parte que la primera, piensa el lector que escribe un diario. En la de 1605, los caminos son lugares de encuentro: yangüeses, barberos con yelmos mágicos, vizcaínos, procesiones, cuerpos muertos, locos enamorados haciendo penitencia. En la de 1615, hay más poblados: la casa de don Diego, la aldea de Dulcinea, el sitio de las bodas de Camacho, la ínsula de Sancho. Hay vida organizada, hay relaciones sociales y en ellas encaja Don Quijote como el loco que dice palabras sabias junto con los disparates más grandes. Don Quijote es más bien un analista, un intérprete de las cosas que pasan. Don Quijote es más discursivo que activo, piensa el lector que escribe un diario.
La narración nace del encuentro: Don Quijote camina todo un día y no pasa nada digno de ser narrado. La aparición, la presencia física, el contacto con el otro da lugar a la aventura y la aventura, al relato. Un loco lanzado al camino no podrá ser digno de ser narrado en tanto no entre en colisión. Como en cualquier road movie, el camino ofrece esta heterogeneidad necesaria para que se produzca el desequilibrio que, finalmente, haga nacer una historia. No habrá historia de aventuras (tal vez, no habrá historia) sin choque: de lanzas, de puños, de visiones, de espacios, de tiempos, de lecturas.
¿De lecturas? El ventero que arma caballero a Don Quijote ha leído miles de novelas y puede seguirle el juego para burlarse; el cura, el barbero y Sansón Carrasco han leído miles de novelas y pueden seguirle el juego para curarlo. Compartir lecturas implica compartir mundos. El fundamentalismo de Don Quijote excluye otros mundos, más allá del de las novelas de caballerías que eleva a la categoría de dogma de fe. La locura, en definitiva, parece consistir en desterrar la duda e instalarse en un discurso totalizante y excluyente, como el religioso. Y, en consonancia con él, ajustar sin fisuras a ese discurso los pensamientos y las acciones.
El Quijote parece, piensa el lector que escribe un diario, una novela que se va haciendo. La filología dice cosas al respecto, las fechas de publicación también. Pero el lector la siente envolvente. La primera salida, solo. La segunda, crecida por la incorporación de Sancho. La segunda parte, años de por medio, envuelve todo, incorporando al Quijote de 1605 en la misma trama de la narración. Ahora, Don Quijote y Sancho saben que, como decía Barthes, también son seres de papel. (Si uno, simple mortal, tiende a veces a problematizarse quién soy, vaya estatuto ontológico el de estos pobres cristianos).
El único que no tiene problemas con la realidad y la ficción es don Quijote: la magia es el argumento en el que funda su certeza ontológica. Fundamentalista de blancos y negros, todo lo que le resulta discordante puede ser explicado con recurso a las malas artes de encantadores enemigos. De ahí la potencia creadora que tiene el malquerer, que sólo puede ser combatida con la fe ciega en la versión caballeresca de la realidad. El mismo Sancho, cuando miente a Dulcinea encantada, comprueba este poder, con la satisfacción que a cualquiera le da haber hecho una travesura, un engaño para zafar de un reto.
Moderno al fin, Don Quijote equipara la realidad y la verdad. Y camina (o cabalga) con la convicción de que la verdad es la adecuación de la cosa con la mente. Los moldes con que se analiza la experiencia, sin embargo, son moldes netamente discursivos. La experimentación (a los golpes, puro palos) no alcanza, porque la explicación está siempre dicha: la fuente de la verdad es el discurso del que emana la realidad, creada desde los libros de caballerías, fiat lux del universo quijotesco. Aprendiz de brujo, Sancho, cuando encanta a Dulcinea, comprueba el valor de la palabra y lo confirma en el capítulo final.
Entonces, si bien a lo largo del camino son los encuentros, las acciones las que hacen surgir el relato, la puesta en marcha de la narración surge de una confianza ciega en el logos que legitima la realidad y la verdad.
La realidad, para Quijote, se certifica en relatos: una forma narrativa de la verdad es lo que confirma para siempre al caballero en los caminos de la Mancha. Los duques y su corte son los otros hacedores de realidades, que siguen al pie de la letra lo que les enseñó Cide Hamete Benengeli y su traductor castizo. Como leyeron, pueden crear, y la creación (como en el Génesis) se da en y por la palabra: la Trifaldi, Altisidora, Clavileño, la ínsula Barataria son porque se los relata, porque se los cuenta. Los duques y su corte hacen lo mismo que don Quijote: re-crean lo que han leído y lo echan al camino.
Sin embargo, los duques y su corte saben que no, que no es así, que no hay Trifaldi, ni Clavileño ni Barataria. ¿No los hay? Sin Quijote, sin Sancho, ciertamente no. Sin ellos, no serían más que relatos contados a la lumbre del fogón. Pero Don Quijote y, subsidiariamente, Sancho, tienen el poder de conferir realidad a la palabra, al relato. Son existencialmente diferentes: tan personajes como los duques y su corte, tan seres de papel como ellos, pero animados por la convicción de que el papel –el relato- da vida. Los duques no se asumen como personajes, pero tanto ellos como su corte, que hasta el momento han creído que los relatos son sólo invenciones, ven corporizarse a quienes habían supuesto ideales y, por ello, ingresan en el entramado de la narración –concebida como puesta en escena, como representación-, con el único objetivo de poder vivir.
A la manera de los soñadores de Borges, Alonso Quijano ha parido a Don Quijote, quien lo destrona durante los 124 capítulos intercalados entre el primer y el final. El sueño en el que cae el hidalgo derrotado devuelve a la vida al doctor Jeckyll: he aquí otra vez entre nosotros a Alonso Quijano, el bueno, sólo que transformado por la pócima bebida, aborreciendo de su pasado hydeano. Es ese abominar de la lectura lo que lo lleva a la muerte: no queriendo –ni para sí ni para sus herederos- y no teniendo –porque tiempo ha que le han quemado los libros, acto prototípico de conjuración de demonios- qué leer, la única posibilidad es la muerte. Muerte del personaje, muerte del relato, muerte de la deriva semiológica que encadenó la posibilidad de pensar la realidad y la ficción como proteicos efectos de sentido.