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Cultura 17 de noviembre de 2020

Patria: la metáfora del encierro y la libertad como pura resistencia

Sobre la miniserie basada en la novela Patria, de Fernando Aramburu.

Por Eduardo Balestena

Uno de los canales de cable difunde la miniserie Patria (dirigida por Matías Gueilburt), basada en la novela del mismo nombre, de Fernando Aramburu.

La versión en imagen toma los núcleos centrales de la obra literaria y reproduce su construcción narrativa: el argumento se organiza en distintas secuencias temporales que abarcan las vidas de dos familias, la de la futura víctima y la del futuro etarra, el año clave del asesinato (1990) y el cese de la violencia terrorista de ETA (2011).

Asimismo, toma literal o casi literalmente, muchos diálogos. Sólo la percepción del tiempo en algunas secuencias parece cambiar en la versión filmada, particularmente las prolongadas estadías del etarra Joxe Mari en la clandestinidad.

Desde el punto de vista de su construcción la novela es un mecanismo de precisión.

La metáfora que se impone es la del encierro y funciona de varias maneras: Arantxa –hermana de Joxe Mari- sufre un ictus que a confina a un cuerpo que no le responde.

El resto de los personajes también está signado por el encierro, uno que obedece al opresivo control social de un pueblo –no hay signos topográficos que permitan identificar qué pueblo es, pese a la referencia velada de que se trata de Hernani- que se gobierna por la presión y por el miedo. No hay allí razones, amabilidad, ni gestos solidarios.

El clima, siempre hostil, también es opresivo y los momentos más significativos transcurren bajo la lluvia, que es otro de los elementos propios del encierro.

Unos dominados por el miedo, otros por la ira, otros por el dolor, casi todos los personajes sufren ese encierro.

La otra metáfora central es la de la libertad como estado interior y resistencia: al encierro y al miedo.

Confinada a un cuerpo del cual sólo puede mover un brazo y una mano y dirigir la mirada, Arantxa obra por una determinación interior: a diferencia de otros personajes, es libre dentro de ese confinamiento y obra por una convicción propia.

También lo es la víctima, el Txato, un hombre bueno, casi el único de ese mundo opresivo, que aun aislado y atrapado se resiste a ceder a las amenazas y sigue luchando por su vida. Bittori, su esposa, es la voz de la prudencia primero y de la determinación después.

Ella también perdió la vida en el atentado y subsiste llevada por un propósito: revertir la imagen que el miedo y el odio han acuñado de su esposo y hacer que sea recordado como el hombre bueno injustamente asesinado que fue. Una muerte que de por sí es significativa del odio ciego capaz de segar violentamente su vida.

Gorka, hermano de Joxe Mari y Arantxa es también uno de los seres capaces de romper el encierro y vivir la vida como elección. En el caso del Txato, la elección lleva a la muerte, en el de Gorka, logra establecer uno de los elementos que hacen al mensaje final: pese a que parezca imposible en ese horizonte de encierro, algo sin embargo va cambiando.

1990 y el asesinato son el gran centro de gravedad: todo atrae hacia allí y ese crimen -“El Txato era una buena persona” dice Joxian, padre de Joxe Mari- establece la impotente amargura que impregna a ambas, la novela y la miniserie. La muerte inútil de alguien bueno, el vacío que se le hace en el pueblo apenas aparecen las pintadas que lo sindican como futura víctima son un peso gris y opresivo que no permiten ninguna tregua, ninguna redención.

Si algo trabaja la novela –y su versión fílmica- de manera por demás acabada, es la división que ETA significó (significa) para las familias, algo de lo que, a fuerza de desear mantener un vínculo, era (es) mejor no hablar.

“Nunca se sabe con quién se está hablando” nos dijo alguien en Leitza, donde la ETA asesinó al fotógrafo del pueblo, que tantos rollos de fotografías nos reveló más de una vez. Nunca acertamos a entender cómo el asesinato de alguien así podría ser un hito en pos de la libertad de Euskal Herria (tierra vasca) ni qué argumentos tan fuertes podrían justificarlo.

A diferencia de las pintadas (como señala Xabier, hijo del Txato), las heridas no se borran. Ni Bittori, ni sus hijos pudieron tener vidas de afirmación y autonomía y para siempre se encuentran confinados a sobrellevar las suyas. Sin embargo, casi imperceptiblemente, el cielo opresivo empieza a ser atravesado por rayos de luz y algo en la vida va cambiando.

Cómo luego de un gran dolor y una gran pérdida, sólo se puede seguir a partir de lo que logramos salvar.

No hay redención, no hay olvido, pero casi imperceptiblemente se produce un cambio que va rompiendo el encierro y nos señala la necesidad de vivir precisamente eso: un mañana a partir de aquello que se pudo salvar.



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