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No cabe la discusión filosófica, o incluso poética, en relación a la vida. El tiempo del cuerpo, por ende, el cuerpo en sí, debe ser tomado, en última instancia, como biológico. La biología no discute; llegado el momento, el cuerpo muere. Y los cuerpos de la filosofía quedan boyando como sostenes de subsistencia de la misma.

Si el cuerpo fuera biológico y muriera, no habría pan fresco para la filosofía. Y hoy nadie quiere una noticia del día anterior. Pero tampoco queremos decir que el cuerpo finalmente y simplemente muere y todo se acaba como se acaba la teoría sobre ese cuerpo. Y ahí se empieza a teorizar sobre los muertos, porque no queda otra.

Pero se hace. Y el tiempo de parafrasear a la idea de vida del cuerpo desde cualquier otra perspectiva no es más que la vida biológica. En todo caso, la primera condición es la vida biológica y luego cabría nombrar sobre ella cuanta idea o teoría se quisiera. Antes no. Pero negar la condición biológica como fundante nos sitúa en el discurso de un cuerpo que parecería no perecer. Pero esto es tan propio del cuerpo que esta idea no se sostiene.

Y esto no significa negar la potencia del cuerpo de poder ser nombrado y traído a la vida a partir de la inmortalización de su recuerdo. Bien se dice por ahí que la muerte biológica no es la única muerte, puesto que la muerte del espíritu no se acaba nunca. Y esta potencia de no morir nunca le confiere el carácter de poético a la vida, pero le abre el campo de poder ser lo que quiera ser, siempre y cuando el ser biológico se siga sosteniendo.

Morir hoy, en poesía, es eterno. Y la vida biológica de otro nos hace hablar, puesto que las ideas poéticas que hablan sobre el cuerpo sólo son posibles en el discurso de una vida biológica.