Un día cualquiera podemos darnos cuenta de que no somos libres después de todo. De que existen códigos y obligaciones encubiertas que nos convirtieron en seres cautivos de un plan que no elegimos. Una conciencia invisible diseñó en silencio la dinámica y tremendamente compleja instancia de nuestro legado emocional. A su lado, el esquema estructural que erige, ladrillo a ladrillo, gran parte del castillo sobre el que se sostiene nuestra realidad.
Y entonces, las inevitables preguntas: ¿Somos lo que queríamos ser? ¿Hacemos lo que nuestro corazón exige por atribución afectiva o por impulso irracional? o ¿Acaso somos una mala copia de lo que soñamos, apenas una versión pequeña de todo lo grande que supimos imaginar?
¿Por qué?
Y en la búsqueda de respuestas surgen más interrogantes.¿Alcanza ser feliz para no modificar nada o nos debemos la honestidad de hacer algo por aquello que nos empuja el alma por un lugar en nuestra vida? ¿Será que el peso de “hacer siempre lo que hay que hacer” condenó nuestras posibilidades y encerró las variables?
La vida no viene con un manual de instrucciones, vamos resolviendo mientras recorremos el camino. Creo que lo peor de los mandatos es reconocerlos porque entonces nos damos cuenta de cuánto pagamos por continuarlos o del alto precio que costará resistirlos. Es cierto que no resulta fácil escapar de la red muda y simbólica de los mandatos sociales y familiares, pero no es menos verdad que es posible.
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