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Cultura 5 de diciembre de 2016

La poesía es rapto, destello, flechazo, inspiración

Dice Ferlinghetti que la poesía moderna es prosa poética: la pérdida de la rima y de la musicalidad habrían ayudado a emitir este diagnóstico. Sin embargo, asegura el autor, otras músicas y otros dispositivos activan a la verdadera poesía.

Por Rafael Felipe Oteriño

Llega a mis manos una página de Lawrence Ferlinghetti (uno de los cofrades del movimiento beat norteamericano) en la que afirma que, por carecer de canto, la poesía moderna es prosa (prosa poética). No lo expresa en sentido peyorativo, pero su juicio es dogmático, carente de plasticidad, además de parecer injusto, porque señala que entre los efectos de esta mutación está la muerte del espíritu.

Con indisimulado eco romántico -raro en un integrante de aquel movimiento contracultural- atribuye la pérdida de la vieja condición musical de la poesía a otra consecuencia más de la vida urbana contemporánea, en la que el hombre tecnocrático de nuestros días ya no siente el oscuro espíritu de la tierra. Para abonar su opinión cita la frase de Ezra Pound que dice que sólo en tiempos de decadencia la poesía se separa de la música.

Me cuesta acompañar al poeta en su diagnóstico, sobre todo por el tono apodíctico en que lo fórmula. Ferlinghetti confunde música con musicalidad y ata la poesía a una música demasiado próxima a lo instrumental, negándose a ver que en las urbes arracimadas, en los nuevos oficios, en los bulevares y en las fábricas, hay otra música -acaso más dura, atonal, aunque igualmente imbuida de pasiones terrenas y celestiales.

Parece olvidar que ya desde el prólogo de Spleen de París, Baudelaire trazó el rumbo de una literatura “bastante flexible y bastante truncada como para adaptarse a los movimientos del alma, a las ondulaciones del sueño, a los sobresaltos de la conciencia”, cuyo ideal tenía su origen, precisamente, “en la frecuentación de las ciudades enormes” y “en el cruzamiento de sus innumerables relaciones”.

Música que fue articulada en poesía por Apollinaire, oída por Benjamin en la ciudad baudelaireana, recreada por Allen Ginsberg en su célebre Howl y ejecutada por el voluptuoso rock de cuyo nacimiento el poeta no estuvo ni temporal ni físicamente ausente.

Lo cierto es que no siempre se tuvo la misma idea de la poesía. Cuando los poetas se valían con exclusividad de las formas canónicas -lira, soneto, oda, epigrama, sextina, con sus consiguientes modulaciones en cuanto a rima, ritmo, asonancias, simetrías-, la poesía era reconocida en tanto se ajustara técnica y musicalmente a ellas.

En las últimas décadas se ha ido abandonando el empleo de la rima -en parte por el abuso del que fue objeto-, y resulta difícil determinar qué es y qué no es poesía. La respuesta hay que buscarla en lo que constituye su factor permanente –el que la acompaña desde el fondo de los tiempos-, compuesto por los valores intensidad, concentración y rapidez.

Tres condiciones que enlazan las ideas con la composición, y que podrían sintetizarse en una sola palabra: inevitabilidad. Que lo que ella dice no pueda ser dicho de otro modo. Que lo que significa se constituya en una presencia frente a la que no podamos permanecer indiferentes, porque cuenta la vida de un modo inequívocamente actual.

Cuando Ungaretti escribe “M’illumino d’Immenso” (“Mattina”), que podemos traducir como “Me ilumino/ de infinito”, “Me ilumino/ de inmensidad” (“Mañana), todo un mundo desciende a la página y una sensación de estar frente a algo íntimo que todavía no había sido expresado encuentra su definición en las palabras.

Cuando Montale dice “Del brazo tuyo he bajado por lo menos un millón de escaleras/ y ahora que no estás cada escalón es un vacío”, expresa la congoja ante la pérdida del ser querido.

Tanto aquella palabra “immenso” como este vocablo “vacío” son continentes que cada lector llena con su coloratura y música propias, poniendo en acto la participación hermenéutica que está en la naturaleza del acto creador. Para unos, “immenso” será un la sostenido, ilimitado, inalcanzable; para otros, “vacío” sonará como el seco acorde de un metal, traduciendo desazón, nostalgia.

Pero, en todos los casos, las palabras del poema habrán puesto de relieve -como en un rapto- la emoción e inteligibilidad de algo que nos concierne. Y en ello está la poesía.

De donde la poesía tiene su sede en las palabras. Palabras que son portadoras, antes que de un significado, de una temperatura especial que es fruto de la semántica, de su lazo con otras palabras en frases y oraciones, y también de su grafía en la hoja. Por detrás opera el trabajo del escritor, que ha consistido en llevar a buen puerto el precipitado verbal, precisando con tacto las ideas y armonizando con experiencia la entonación.

Aquella irrupción verbal remite a algún recuerdo o experiencia íntima, que, a su vez, gira, se interpola, desplazándose hacia otra significación más general que es encerrada en el poema. ¿Depende la felicidad del poema de su mayor o menor musicalidad? Sólo en parte, igual que en la prosa. No es la música su único componente. La poesía es naturaleza -rapto, destello, flechazo, inspiración- y a ella vuelve permanentemente. Como cuerpo vivo, como lenguaje.