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Cultura 27 de junio de 2016

A una diosa

Por Ariel González

Tan poderosa es tu presencia que las horas se disuelven ante mí como un truco del tiempo. El sol ya apareció dos veces por el rectángulo transparente de la ventana y sigo sin poder abandonar mi camastro para ver el mundo de todos los días. Sin embargo tu presencia persiste, obstinada. He despertado a veces dirigiendo los ojos a tu cuerpo pequeño y, angustiosamente, he notado que tus manos ínfimas ni siquiera se mueven en ese gesto que tan bien se te conoce. Tu mirada me inquieta y yo te inquieto. Saber que a uno le miran el alma no se siente como un juego.
Tal vez un dolor agudo te atraviesa el pecho como a mí o un pesado frío se posa sobre tu espalda y te deja inerme, absolutamente inmóvil contra la pared y mi locura. Pero nada te turba, nada te espanta. Mis palabras se sienten casi huecas, con un retumbo sordo cuando te hablo y empiezo a dudar si de verdad las pronuncio. La memoria me sacude, como una marea agitada, con leyendas sobre tu presencia: que transportás el alma de los muertos, que sos Erinia o que en tus ojos de fuego transportás el amor. Por eso mi imaginación vuela y te pregunta si estuviste en casa de Ella, si te ha rozado su aliento o pudiste ver sus sueños, u olerla.
Quiero que seas oráculo antes de que te vayas, que pronuncies de alguna manera un signo, que esboces en tu idioma una esperanza. Algo, para no tener que maldecir a la naturaleza y aplastarte; algo para poder decirte de rodillas: Maldita mosca, adorada mosca, gracias.