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Opinión 11 de abril de 2017

Acelerar y castigar

La opinión inmediata impide una lectura profunda de los hechos. El apuro es una categoría de control al servicio del poder político. Una reflexión sobre el ejercicio de reflexionar.

por Agustín Marangoni

En estos tiempos tan digitales, la inmediatez se promociona como una virtud. Pero hay procedimientos que no se pueden acelerar. Un ejemplo sencillo:

Es un test clásico. Cinco matemáticos tienen que resolver una serie de problemas en un tiempo determinado. El resultado es único, un número exacto. Los primeros son difíciles, pero tienen tiempo suficiente para revisar cada etapa del desarrollo. En todas las operaciones los resultados alcanzados suelen ser correctos. En una segunda etapa, los problemas son más simples, pero se les acorta el tiempo para resolverlos. Ahí el margen de error aumenta significativamente. En una tercera etapa, tienen que resolver problemas básicos, pero con tan poco tiempo que apenas llegan a terminar. Por supuesto que no chequean el desarrollo. El porcentaje de equivocaciones en esa instancia supera el noventa por ciento. Conclusión: en un proceso analítico, a menor cantidad de tiempo mayor es el margen de error. Esta experiencia se aplica a las ciencias exactas, donde el resultado es objetivo, incuestionable, por decirlo de alguna manera. La pregunta es qué sucede en el campo de las ciencias sociales, donde los abordajes y las conclusiones pueden ser múltiples.

El periodista Ryszard Kapuściński aseguraba que el exceso de información es un arma que juega a favor del poder político. Un gobierno al momento de tomar una decisión importante primero piensa cómo la va a comunicar, qué datos tiene que subrayar, cuáles tiene que callar y cómo va a responder ante los cuestionamientos sociales que puedan surgir. El poder, queda claro, reside en el uso del tiempo. Los gobiernos tienen tiempo para explorar el terreno de acción, si hacen un buen trabajo definen con inteligencia las fronteras y ensayan su discurso. El anuncio se hace después de construir una muralla conceptual sólida. El ciudadano está siempre varios movimientos atrás. Recibe muchísima información y de a poco construye su punto de vista, si es que lo construye. Para cuando lo logra ya es tarde: el anuncio pasó al plano de una realidad consolidada.   

En internet se generan cientos de gigas de información actual cada día. No existe ni la más remota posibilidad de ubicarse por delante de ese universo. Una cosa es estar informado, saber más o menos de qué se está hablando. Otra muy distinta es tomar partido frente a esa información. La propia musculatura de la actualidad acelera los tiempos al punto de eclipsar la capacidad reflexiva.

Dado este panorama, el riesgo está en acercarse sólo a los medios donde uno ya está de acuerdo con el tratamiento de los contenidos. A pesar de tanto acceso, tanta diversidad, mantenemos los mismos recursos analíticos, sin ponerlos nunca en duda, enlazados a una postura ideológica aparentemente consolidada. Alguien, entonces, aprovecha esta situación. Internet es una red de control, que al mismo tiempo va explotando en espacios independientes donde se vuelve imposible el control. Pero ni bien surgen esos espacios se inaugura un nuevo dispositivo de control, orgánicamente y sin autores identificables: la velocidad. Es un colectivo en movimiento. En palabras del filósofo Gilles Deleuze, es un control que se ejerce del peor de los modos: a través de una sociedad abierta.

El desarrollo tecnológico –que sostiene el archivo de información más extenso que conoció la humanidad– puede ser una herramienta democratizante, aunque en paralelo siempre está en proceso de construir jaulas individuales al servicio del marketing. Para vender pizzas no sería un problema. Sí es grave cuando limita el tiempo en el ejercicio de pensar. Pensar una decisión de gobierno, por ejemplo. La aceptación o la negación inmediata de algo no es un camino inteligente, tampoco dejar nuestro punto de vista liberado a los mecanismos que nos son más familiares. El uso automático de la información es un vicio caro. Las opiniones sólidas nunca son las que están más a mano.

Imagen: stevecutts.com



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