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Opinión 1 de abril de 2019

¡ACOMPAÑÉMOSLOS!

Por Nino Ramella

Para un argentino poner un pie en Malvinas es entrar en una dimensión en la que tiempo y distancia desaparecen. Los treinta y siete años y los miles de kilómetros se funden en una sensación que no pude explicarse, que no tiene nombre.

Me pasó eso cada una de las varias veces que pisé las islas. Y sé que lo mismo viven quienes en su momento padecieron, como yo, el tiempo colectivamente más angustiante de sus existencias.

Las mismas calles, las mismas casas y los mismos campos, arroyos y montes. Poco debe haber cambiado. Pero en esa apacible aldea, en esas lomadas y pequeños meandros nosotros no vemos lo que en realidad vemos. Para nosotros allí hay soldados argentinos pertrechados en trincheras, con sus rostros oscuros y helados. Los vemos… juro que los vemos… caminando por la calle que bordea el agua.

No hay manera de salirse de ese espejismo. No se puede arrancar de adentro de uno ese sentimiento gobernado por la triste evocación de quienes allí dejaron todo y de aquellos que volvieron enterrando para siempre mucho de sus propias vidas en aquella tierra inhóspita.

También, porqué no decirlo, a esa evocación la alcanzan otros recuerdos que hacen que la tristeza se contamine de pensamientos que reviven la estupidez, la irresponsabilidad y la locura de aquellos momentos. Y también, claro está, la culpa que nos alcanza a todos.

Se hace muy difícil no sucumbir a las contradicciones a la que nos empuja esa mezcla.

Sin torturarnos ni regodearnos con lo que hicimos o no hicimos siempre creí necesario detenernos en considerar esa culpa. Acaso nos sirva para llegar alguna vez a mirar el pasado sin vergüenza.

Cada uno trae seguramente a su memoria aquellas imágenes de ese momento que no podrá borrarse nunca y que con seguridad lo acompañará de por vida. Las mías se asocian a dos escenas que aún no he podido asimilar. Ambas incomprensibles. Siempre teniendo como escenario mi ciudad, pero que se repitieron a lo largo y ancho del país.

La primera es recordar el espíritu festivo con el que el conjunto social vivió aquella guerra. La irracional euforia hacía que en el centro de Mar del Plata algunas vidrieras se pintaran con dibujos de embarcaciones británicas, marcando cuál se había averiado o hundido. La “batalla naval” era celebrada por los peatones que se agolpaban en la vereda. La exaltación triunfalista de los irresponsables que conducían el país alcanzaba, increíblemente, a la abrumadora mayoría de los argentinos.

La segunda escena es la del regreso de los que se mantuvieron con vida terminada la guerra. Llegaron de noche a la estación de Trenes. Los escondieron. Flacos, rostros oscuros, ojos expresando la nada misma. Padres y madres ganados por la desesperación, a los gritos. Quitando birretes o bufandas a cada paso, tratando de descubrir esa cara que esperaban ver. Quien haya sido testigo de aquella escena no podrá borrársela jamás de su cabeza.

Voy a disculparme de antemano con quienes seguramente con muy buenos argumentos rechazan de plano que se los llame “chicos”. A fuer de ser sincero no puedo dejar de confesar que así los vi en aquel momento. Así los recuerdo todavía. Nos sentimos impotentes. No sabíamos cómo arroparlos. No se inventó todavía el abrazo que alcance a reparar semejante fractura del alma.

Sé que es necesario encontrar una razón que justifique tantas pérdidas y que también aferrarse a lo que eleve al rango de lo sagrado aquello que no encuentra consuelo ni explicación es un alivio. Me inclino ante esa circunstancia.

Igualmente creo necesario reflexionar sobre los desvaríos de la condición humana, que no ceja de aniquilarse con justificaciones inapelables, pero sobre las que debemos detenernos. Dos palabras suelen invocarse para transitar las guerras. Esas dos palabras son dios y patria. Por inapelables, detrás de ambas nada puede cuestionarse.

Las banderas están hechas siempre contra otros. Acaso repensando que habitamos un mísero puntito en el universo por el corto plazo de una vida, podamos dejar de matarnos.

Hoy los ex soldados combatientes en Malvinas estarán a las 10, como todos los años, junto al monumento que los recuerda, allí en Diagonal Alberdi y Córdoba. La ciudad debe acompañarlos.