Cultura

Con tener talento no te alcanza: “Dejar que el lector ‘traduzca’”

En esta entrega, Pukkas se entera de la necesidad de "exprimir" las palabras, de la problemática del adjetivo y avanza en su formación como escritor.

Por Marcelo di Marco

A la hora en que la hija de la mañana, la aurora de rosados dedos, perfilaba de fuegos violáceos los guardabarros vintage de la nueva bici de Nomi, despertábase Pukkas, el sufrido discípulo de Tío Marce. Pukkas se levantó de la cama, se duchó, se vistió, colgó del hombro la mochila con su notebook dentro, y semejante a un dios salió del cuarto y encaminose a desgastar con las suelas de sus borcegos el umbral de la casa de su personal trainer literario.

—Me pregunto cuántos de nuestros lectores habrán descubierto la zona naranja, maestro —preguntose, una vez instalado en su pupitre—. Hablo de aquel “gritaba Minos, exaltada”, la parte aprovechable del párrafo de mi compañero Marto Guagnini.

—Ojalá que hayan sido muchos los que lo intentaron, Pukkas: ponerse a buscar el momento “explicativo” que vos descubriste la vez pasada les habrá venido muy bien para seguir profundizando en esto de proyectar el lenguaje habitual hacia la literatura. Un buen diagnóstico es la raíz de toda mejoría posible, y en mis talleres siempre propongo la comprensión de ese diagnóstico como punto de partida.

—Así lo percibo yo. En lo personal, trabajar desde ese criterio me permite escribir con mayor libertad. Lo digo aunque sé que puede sonar bastante paradójico.

—Puede sonarles paradójico, Pukkitas, a quienes malentienden que uno debe detenerse a cada rato en la búsqueda de las zonas naranjas. No es eso lo que vengo proponiendo. Mientras uno escribe inventando, detenerse a cosechar naranjas significaría interrumpir la correntada creativa.

—¿La llamada “inspiración”?

—La llamada inspiración. Aunque el concepto suene perimido por anticuado, podés llamar así a esos momentos luminosos en que a uno le da la sensación de que la creación fluye sola. Como me dijo una vez Carlos Gardini: quienes afirman que la inspiración no existe tienen razón; lo afirman, justamente, porque jamás la experimentaron.

—La fórmula, entonces, sería la que da Juan Carlos Kreimer en la bajada de su libro “¿Cómo lo escribo?”: 90 % de dedicación / 10 % de inspiración.

—Exacto, Pukkas. Si siguen esa pauta, los escritores principiantes trabajarán con total libertad porque saben que inicialmente están inventando acciones, diseñando imágenes y desparramando ideas que sólo después serán desarrolladas según convenga. Tal es el sentido del borrador. Y mientras, disfrutan con la eclosión de todo ese material.

—Es la etapa volcánica que usted y Nomi describen en su libro Atreverse a escribir.

—Tal cual, Pukkas. En esos primeros momentos de la creación, los escritores experimentan la felicidad de regodearse con las palabras sacándolas de lo más íntimo de cada cual. Y después viene la otra etapa, que es la de darle forma a ese placer.

—O a ese dolor, maestro. Lo señalo porque muchos autores dicen que escribir es desgarrarse.

—Se oye bastante eso, es cierto. Dejame citarte a Clarice Lispector: “Escribir es una maldición que salva”.

—Acá encontré en la web la cita completa, maestro: “Escribir es una maldición que salva. Es una maldición porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible librarse”. ¿Qué tal?

—Como fuese, Pukkas, ese dolor y ese placer, juntos o separados, fueron expresados para compartirlos con los demás.

—¿El ejercicio de la escritura no vendría a ser un acto individual?

—En absoluto. Será un acto solitario, en todo caso, pero jamás individual; ni, mucho menos, individualista. Acto solitario, sí, aunque con resonancias solidarias. Si no, ¿qué sentido tendría publicar?

—¿Ver nuestro nombre inscripto en la cubierta de un libro, o de varios? ¿Que nos hagan notas y nos inviten a congresos, para algún día acceder a alguna editorial internacional? A mí, eso no me parece poco.

—Claro, ahí tenés. Y después, con todos esos oropeles te hacés un buen guiso de ego. ¿No te parece que la literatura está para más? Ejercer la egolatría en una profesión en la que uno se sabe casi condenado al fracaso desde el vamos no tiene sentido. Es al otro a quien nos debemos, al tipo que en este momento nos está leyendo sin que nuestras vidas le importen un comino, pero a quien nuestra literatura puede llegar a cambiarle la vida. En lo personal, si algo me han dado de bueno mis libros, como alegría que retorna, es una cantidad de amigos muy queridos. Gente que primero me leyó y que ahora me honra con su amistad. Por mencionar sólo a dos, un par de esos lectores han cobrado rostro, nombre y apellido no bien me radiqué en Mar del Plata: el actor, director de teatro y narrador Luis Moretti, y el periodista y escritor Dante Galdona (responsable, dicho de paso, de que vos y yo estemos ocupando esta columna). Eso es lo que más amo de la literatura: su cualidad de puente. Una botella lanzada al mar que te permite conectar con esa entelequia insospechada que solemos llamar “el lector”, pero que en realidad existe en carne y hueso. En una sociedad tan atomizada como esta, tal milagro es posible gracias al libro.

—No recuerdo dónde escribió usted que la literatura es un “para”. Con su obra, el escritor sale de sí mismo “para” llegar al otro.

—Lo dije con palabras bastante parecidas en “Hacer el verso”. El intento de compartir con ese otro una verdad literaria es lo que le da sentido a la búsqueda de la belleza. Porque, para llegar a aquel hipotético lector después de salir de mí, después de que lo que quiero expresar pasó por mí, necesito conocer la mayor cantidad de estrategias comunicativas que pueda. Para decirlo en términos sencillos, debo conocer el arsenal de herramientas de que dispongo para convertir en literatura toda la mera información que contiene mi texto original. Mirá, como ejemplo, cuánto jugo sacamos con Marto Guagnini al exprimir la naranja que él había dejado en el camino:

Primera versión:

—¡Son almas débiles, son patéticos! —gritaba Minos, exaltada—. Sólo piensan en el placer de la carne. Son incapaces de sentir de verdad, de amar de verdad.

Segunda versión:

—¡Son almas débiles, son patéticos! —Minos alzaba los puños a cada invectiva—. Sólo piensan en el placer de la carne. Son incapaces de sentir de verdad, de amar de verdad.

—Qué cambio notable, maestro. Ustedes dos se encargaron de poner en acción la idea que descansaba explícita en la base. La exaltación de Minos se ve ahora corporizada.

—Y de ahí viene la mayor fuerza expresiva de la versión segunda. El texto deja de ser un texto para convertirse en vida. Y la exaltación deja de ser una mera idea, para formar parte de la vivencia del lector. En aquel concepto de Novalis, el lector “traduce” ese gesto de alzar los puños como “Esta tal Minos está exaltada”.

—¿Y si encima usamos los términos “a cada invectiva” en lugar de “a cada palabra”, estaremos introduciendo un matiz de enojo en esa exaltación?

—Me encanta que lo hayas advertido, Pukkitas. Epa. ¿En qué te quedaste pensando?

—En que el lector puede “traducir” también que Minos, además de exaltada, está furiosa, inquieta, encolerizada y etcétera, dentro de la gama de posibilidades que el autor le propone en el contexto. La verdad, impresiona descubrir cuánto “traduce” el lector.

—“Traducción” inconsciente, diría yo. Porque, cuando uno lee un texto bien escrito, no va a estar pensando qué debe sentir o interpretar. No va a poder hacerlo, mejor dicho, porque directamente lo estará viviendo.

—Y todo por el simple hecho de haber eliminado el adjetivo “exaltada”. Por haberle sacado el jugo, como usted dice.

—¡Ahí está el punto, Pukkitas, en el adjetivo! Mirá lo que te dejé en mi pantalla. Arnaldo Calveyra, una figura central de la poesía argentina del siglo XX, explicaba que “el trabajo consiste en ver qué pasa con los adjetivos. Hay que tratar de que los adjetivos desaparezcan lo más que puedas”. En una entrevista que le hizo Pablo Gianera para La Nación, Calveyra cuenta que en sus comienzos viajaba de visita desde La Plata a la casa de Carlos Mastronardi, y ahí el maestro le corregía sus poemas. En el mismo reportaje señaló: “Mastronardi me corregía sobre todo el uso de los adjetivos. Me decía que no se podía adjetivar tanto. La verdad es que en el adjetivo el elogio se vuelve diatriba. El adjetivo envejece muy rápido. El adjetivo destruye. Por supuesto, hay casos, como el de Rubén Darío, en los que están siempre muy bien puestos”.

—Qué bueno que Calveyra destacó esto último, Tío Marce. Usted mismo me contó, a raíz de varios programas de su canal en los que habla del adjetivo, que hubo quienes lo acusaron de pretender eliminarlos a todos. A todos los adjetivos, aclaro.

—¡Ja, ja, ja! Tenés razón, Pukkitas. A veces debo salir al cruce de semejante disparate. Bien usado, el adjetivo es un recurso encantador. El tema es no usarlo indiscriminadamente. O bien aprovecharlo para hacer con él otra cosa, como hicimos con Guagnini. Pero tal verdad sólo se aprende con el trabajo. Y un trabajo duro y gozoso que ponga en marcha nuestras condiciones. Porque, con tener talento…

—… no te alcanza.

Te puede interesar

Cargando...
Cargando...
Cargando...