Capítulo 49 de la columna de Marcelo di Marco.
Por Marcelo di Marco (*)
—Durante esta quincena en que no nos vimos me quedé pensando en algo, máster. No daba para que se lo preguntase por WhatsApp. Anna Leah me dijo que convenía hablarlo en persona.
—Te escucho, Pukkas. Ya te vi cara de preocupado no bien te abrí la puerta recién. ¿En qué puedo ayudarte?
—Trabajar así lleva su tiempo, ¿no?
—Trabajar así cómo. ¿Trabajar a conciencia, decís? ¿Trabajar con un amor constante y procurando que el lector se quede leyéndote? ¿Trabajar corrigiendo todo lo corregible, trabajar para mejorar todo lo mejorable? Si vas por ese lado, vas bien. Recordá que crear una pequeña flor es trabajo de siglos, como dijo William Blake.
—Eso lo tengo bien claro, pero a veces la tentación de usar la inteligencia artificial es muy grande.
—¿Y para qué la usarías, pedazo de fenólico? ¿O ya la usaste?
—La usé para consultar acerca del buen o mal uso de una conjugación que precisaba para el cuento que vengo trabajando.
—Eso es perfectamente válido, Pukkas. Y por válido entiendo aquello que no está reñido con la ética. Una cosa es consultar algún dato, y otra, muy distinta, que la inteligencia artificial escriba tus textos por vos.
—Sé que hay escritores que lo hacen, máster. Incluso hay quienes contratan ghostwriters y todo. Y sin necesitarlos, porque no son gente que ande corrida con algún cierre o por una entrega según contrato.
—Eso de que no los necesitan es muy relativo, Pukkas. Si usan esos recursos tecnológicos y humanos que no tienen nada que ver con la literatura, es porque los necesitan. Y ojalá que pesques la ironía.
—No termino de entenderlo, máster.
—Ponele que vos sos un alpinista (y te comento que la comparación se la tomé prestada a Carlos Gardini).
—Pongámosle. Soy un alpinista.
—Y también pongámosle que viene un helicopterista y te dice que por unos cuantos mangos te sube a la cima de la montaña que a vos se te antoje. ¿Vos qué harías?
—Yo lo mando al carajo, Tío.
—¿Y por qué lo mandarías a tal sitio, si lo que quiere todo alpinista es alcanzar la cima?
—Es que así no vale. ¿Qué sentido tiene llegar a la cima sin arremangarse, ni entrenar ni usar los elementos propios de la disciplina?
—Ahí está el punto, Pukkas. Hay gente que necesita desesperadamente llegar a la cima, y para lograrlo apela al truco que sea. Hay escritores capaces de revelarles su seudónimo a colegas amigos a quienes les ha tocado fungir como jurados de concursos. ¿Son necesitados o no tales piojos?
—Ahora caigo, máster. Son muy necesitados.
—En la vereda de enfrente está la aplicación al trabajo feliz y constante, Pukkas, por más tiempo que te lleve. El método que vamos desarrollando en esta parte de nuestro libro tiene que ver con esa aplicación al compromiso que uno asumió cuando supo que su destino sería la literatura. Esa alegría verdadera merece vivirse. Bien lo dijo un líder emblemático en la historia de España: “Sólo son felices los que saben que la luz que entra por su balcón cada mañana viene a iluminar la tarea justa que les está asignada en la armonía del mundo”. Y, a la hora de ejercer esa felicidad de ser lo que uno es, y no lo que el sistema quiere que uno sea, no es cuestión de descartar porque sí la tecnología proveniente de ese mismo sistema. Hay que exprimir al sistema en todo lo que pueda llegar a tener de bueno. Eso de marcar sustantivos, adjetivos y verbos puede programarse con técnicas informáticas que agilizan increíblemente el trabajo de edición. ¿Es así, o no es así?
—Es así, máster. Con sólo apretar un botón, hay macros que pueden encontrarle a uno las categorías gramaticales que se le ocurran. Hoy abundan un montonazo de técnicas de procesamiento del lenguaje.
—Bien lo dijiste: abundan hoy. Pero, cuando yo inventé el método, allá por fines del Jurásico, teníamos que buscar las palabras una por una y resaltarlas con marcadores Edding.
—Y cada categoría tenía asignado un color distinto, como ya lo mencionamos en el capítulo 41.
—Recuerdo mis propias palabras: “Un color para los sustantivos, otro para los adjetivos, y así con lo demás”.
—Verbos, adverbios terminados en mente. Al final, resulta hasta divertido.
—¿Y entonces por qué te quejás de que lleva su tiempo, Pukkitas?
—Tiene razón. Pero, ahora que mencionamos lo de las macros, me siento menos culpable si las uso.
—Quedate tranquilo con eso, Pukkas. El “Tesoro de la lengua castellana o española”, que le debemos al genio de Antonio de Covarrubias, tiene más de cuatrocientos años, y ya aparecían en él sinónimos. Es decir, para lograr una mayor precisión en el lenguaje, los escritores venimos repasando desde hace varios siglos los voluminosos diccionarios de sinónimos.
—¿Y por qué me sale con esto de los sinónimos, máster?
—Para ayudarte a responder a esta pregunta más retórica que dramática: ¿Qué cambia, éticamente hablando, si, en lugar de buscar en los diccionarios de sinónimos de papel y tapa dura, ahora podemos consultarlos online, o que vayamos directamente al que viene incorporado en el Word, que es completísimo?
—Nada, Tío, no cambia nada. Lo que cambia es el soporte nomás, pero la intención de facilitar el trabajo del escritor no. Eso sí: con el soporte digital ganamos un tiempo formidable. Pero de ahí, a que Chat-GPT escriba el libro por uno hay una tremenda distancia.
—Totalmente, Pukkas. Por una cuestión de honestidad intelectual, ni siquiera una línea deberíamos “escribirla” mediante la inteligencia artificial. Además, y dicho de paso, el uso adecuado del diccionario de sinónimos es todo un arte que tiene que ver con la formación literaria de cada uno. Nadie puede pretender usarlo automáticamente, cambiando una palabra por cualquiera de sus sinónimos, sin salir herido.
—Me recoparía que me diera un ejemplo, máster.
—Y voy a dártelo con todo gusto, porque ya te conozco de sobra: vos, cuando preguntás algo, no lo hacés por desafío sino por tu afán de aprendizaje.
»¿Qué sinónimo te parece que aparecerá primero, si buscamos en el diccionario que viene con el Word las palabras “desvestir” o “desvestirse”?
—“Desnudar” y “desnudarse”, seguro.
—Exacto, Pukkas. ¿Y significan lo mismo?
—Y sí. Incluso en el Diccionario de la RAE dice que “desvestir” significa “desnudar”. Mire, acá lo dice. Son sinónimos.
—Perfecto. Entonces ahora supongamos que vos estás escribiendo un cuento protagonizado por un médico, y le entra al consultorio una paciente de muy buen ver.
—¿Usted se refiere a una chica que anda muy bien de la vista, máster?
—¡No me cargués, Pukkas, hablo de una paciente que está bárbara, y vos lo sabés perfectamente!
—Mala mía, Tío, disculpe.
—Listo, borrón y cuenta nueva. Como te decía, a tu personaje médico le entra al consultorio una paciente que está más buena que político en campaña. Y tu médico va y le dice (y acá te dejo dos opciones):
»A: —Por favor, señorita, desvístase.
»B: —Por favor, señorita, desnúdese.
»¿Te suenan igual las dos oraciones, Pukkas?
—Evidentemente no.
—¿Y cuál de las dos te parece más adecuada?
—Depende, máster. Si mi personaje es un zarpado, le dirá la segunda opción: que se desnude. Si es un médico que se toma en serio la profesión, le dirá la primera: que se desvista. Incluso el médico zarpado no andaría con esa delicadeza de “Por favor, señorita”. Ni siquiera le diría “señorita”. A lo mejor le diría directamente “Ponete en bolas, flaca”. Qué sé yo.
—¿Ves, Pukkitas, ratones aparte, que al margen del facilitamiento tecnológico (y el diccionario de tapas duras es tecnología también), la elección es de uno y no de la máquina? Siempre le tocará al escritor responsable pasarle la mano al mueble, con el objetivo de mejorar lo mejorable y descartar lo descartable.
—¿Cómo es eso de pasarle la mano al mueble, Tío?
—Una excelente y aleccionadora metáfora que saqué de una conversación de adncultura con Arturo Pérez-Reverte, y te propongo que con esta cita maravillosa vayamos cerrando el encuentro de hoy:
“La fluidez de su escritura lleva a pensar que escribir no supone un esfuerzo para usted. ¿Lo es? Me es fácil imaginar —responde don Arturo—, pero me resulta difícil escribir. Una novela como El asedio es muy compleja, y apenas uno comienza a leerla, ya se da cuenta de que hay muchas tramas, niveles y oscuridades. Pero el lector es inocente, no tiene por qué pagar el precio de esa complejidad; es el escritor quien tiene que hacerse cargo de esa factura. Por eso yo intento que la escritura sea lo más llana y lisa posible para que el lector se mueva por ella con facilidad, como el artesano que hace un mueble, lo lija y le pasa la mano para que no quede ninguna astilla. Así escribí esta novela y así trato de escribir siempre, con el objetivo de lograr esa aparente lisura que, en verdad, lleva muchas horas de esfuerzo, disciplina y trabajo”.
—Siempre llegamos a la misma conclusión, ¿eh, máster?
—Es que con tener talento…
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