Cultura

Con tener talento no te alcanza: Pensar el mundo como un escritor

Cuarta entrega del taller de Marcelo di Marco. En esta oportunidad, una definición de qué es y qué no es la literatura.

A la hora en que la hija de la mañana, la aurora de rosados dedos, ponía áureos fuegos en las ruedas de carro que ornamentan la vereda de La Vieja Esquina, despertábase Pukkas, el sufrido discípulo de Tío Marce. Pukkas se levantó de la cama, se duchó, se vistió, colgó del hombro la mochila con su notebook dentro, y semejante a un dios salió del cuarto y encaminose a desgastar con las suelas de sus borcegos el umbral de la casa de su personal trainer literario.

—Hoy ya estoy con la mente más despejada, maestro —aclarole, una vez instalado en su pupitre- ¿Podemos ver en detalle la definición que usted me mostró la quincena pasada?

—Con todo gusto, Pukkas. Pero antes debo decirte que me causa una gran satisfacción observar tu evolución y tus avances. Comprender la teoría, el porqué de la literatura, hará que te sientas más motivado y entusiasmado para mejorar en nuestro arte.

—¿Prefiere llamarlo “arte” y no “oficio”, maestro?

—Al margen de mis preferencias, lo cierto es que, en la medida en que el autor de una novela, de un libro de cuentos, de ensayos o de poemas plantee alguna visión del mundo, una cosmovisión personal, ya estamos en condiciones de relativizar la idea de “oficio”. Palabra que, por otra parte, tiene evidentemente cierta connotación mecánica.

—¿Y qué pasa cuando alguien dice de tal o cual escritor que tiene -o no tiene- “oficio”?

—En ese caso, se habla de la mayor o menor habilidad que el escritor pone en cómo escribe lo que escribe. Incluso fijate que la palabra “arte”, usada en la vida cotidiana, se aplica para referirse a la capacidad, a la habilidad que alguien tiene para hacer lo que fuese: desde el arte de vivir, el arte de la guerra o el arte de la repostería. O el arte de aprender, que vos ejercés, o el arte de la pesca con mosca, pongamos por caso. Depende del contexto en que se aplique la palabra “arte”.

—El otro día pasé por una librería y me llamó la atención un título: El sutil arte de que te importe un carajo. Después me enteré de que es un best seller mundial.

—Ahí tenés. Como fuese, arte y oficio son, en sentido estricto, dos actividades con objetivos diferentes. No son directamente comparables, son dos cosas distintas. Mi amigo Julio Monzón, un excelente carpintero que sabe todo lo que debe saberse sobre su oficio, me está construyendo con su equipo un vestidor para la pileta. La vez pasada, entré para ver cómo iban las cosas, y lo vi trabajando con una pistola de clavos. En segundos iba enterrando clavos en la madera, disparo tras disparo. Ahí me propuso que clavara yo mismo una nueva hilera para unir los machimbres, y cuando después de tres o cuatro disparos terminé y le devolví la pistola me dijo: “Por fin trabajaste una vez en tu vida”. Me lo dijo en broma, por supuesto, y la humorada despertó mi lógica reacción, en la misma línea: “Ojo, que yo también trabajo”. Y entonces me contestó algo que, si bien no es del todo cierto, va directo al nudo de la cuestión: “Lo que pasa es que vos podés aprender mi trabajo, pero yo no podría aprender el tuyo”.

—Es decir que la gente, desde el sentido común, tiene muy en claro que una cosa es un oficio, y otra un arte.

—Exacto. En ese sentido, Julio resultó ser mucho más sesudo y realista que toda la pandilla de teóricos que tratan de rebautizar las cosas de siempre, y así pierden tiempo enredándose en discusiones artificiosas y estériles. Gente descomunal y soberbia que, en su necesidad de decir algo nuevo, acaso atendiendo a aquello de “publica o muere”, o por el afán de democratizarlo todo, llegan a la aberrante conclusión de que todo lo que se escribe es literatura. Han perdido de vista aquello que señalaba Roman Jakobson, que fue un gran investigador del formalismo ruso del siglo pasado: a diferencia de lo que sucede con el lenguaje práctico, la lengua de la literatura propone una función poética y estilística de la palabra; el arte de la literatura es ajeno a cualquier uso meramente informativo del lenguaje.

—¿Podría ponerme algún ejemplo, maestro?

—Entre miles de millones, acá tengo un fragmento de Rachel Carson, en traducción de Eugenia Santana Goitía. A ver qué te parece: “Las nubes son tan antiguas como la tierra misma, y tan parte de nuestro mundo como el mar o la tierra. Son la escritura del viento en el cielo”. Repito, Pukkitas: las nubes “son la escritura del viento en el cielo”. ¿Qué tal?

—Una belleza, la verdad sea dicha.

—Como bióloga marina que fue (y por una cuestión de cultura general, digamos), Carson tenía bien claro que una nube se produce por la condensación del vapor de agua, y no por la voluntad del viento, que difícilmente tenga ganas de escribir usando el cielo como cuaderno. En esa imagen hay una intención no científica, funcional, sino estética. Poética, para decirlo en una palabra. Para crear esa belleza, consciente o inconscientemente, Rachel Carson se ha valido de recursos de estilo propios de la literatura. En principio, usó la personificación al hacernos pensar al viento como alguien que escribe. Y te parecerá una obviedad, pero esa aplicación de recursos propios de la literatura es lo que hace que un texto sea literatura, así como el uso de herramientas propias de la carpintería producirá una obra de carpintería. La clave de la diferencia entre arte y oficio está en la intención estética, que lamentablemente muchos confunden con adorno. El terreno del arte es, primordialmente, la belleza. Si el escritor olvida esa gran verdad, producirá la deserción del lector.

—Hablando de desertar, me dan ganas de mandarme a la playa, a ver qué anda escribiendo el viento con las nubes. Pero antes, maestro, me gustaría que desmenuzáramos su definición.

—De acuerdo, Pukkas. Y creo que lo más conveniente será repetirla acá, así queda bien a la vista: “Un escrito alcanza rango de literatura cuando, sea cual fuese su tema o su género, logra proponerle al lector una complicidad espiritual, intelectual y sentimental, siendo fiel a una finalidad primordialmente estética, amparándose en una tradición creadora plena de técnicas y recursos, rompiendo gastados moldes lingüísticos y convencionalismos al uso y potenciando el lenguaje funcional hasta llevarlo a su máxima intensidad y vigor poético, a su máxima significación posible de acuerdo con el contexto de lo que su autor quiere —o puede— expresar. Podemos concluir que la literatura es la intensidad del lenguaje llevada a su más poderosa expresión artística”.

—Eso de alcanzar rango de literatura me suena bastante jerárquico, maestro.

—Nada de qué preocuparte, Pukkitas: es el resumen de todo lo que venimos asimilando desde que llegaste. Para verificar que te haya quedado claro, te voy a pedir que le des más rango poético a esta idea: “La estación de servicio estaba al borde del camino”. ¿Te atrevés?

—¿Qué tiene de malo esa oración?

—Nada. Pero tampoco tiene nada de bueno. Informa nomás. Da cuenta de un hecho. Pero probá a usar el mismo recurso que te mostré recién con el texto de la bióloga. Decime, por ejemplo, que la estación de servicio está muy deteriorada, casi inservible.

—La estación de servicio está muy deteriorada, casi inservible.

—Como broma está bien, Pukkas, pero ahora pensá las cosas como un escritor, y no como un simple informador. En lugar de decirme que la estación está muy deteriorada, mostrame ese deterioro. Insisto: usá la personificación.

—¿Podría funcionar algo así como “La estación de servicio agonizaba al borde del camino”?

—¡Bien ahí, Pukkas! Se trata de trabajar la información, el dato escueto y soso, para llevarlo a un lugar más poético. Convertir lo literal en una metáfora.

—Como hacen los poetas, pongámosle.

—Los narradores también usan metáforas, no te creas. Mirá por ejemplo esta comparación de Joseph Conrad en Tifón, una de sus grandes novelas, cuando el tifón del título hace de las suyas con el barco, zarandeándolo: “Los zapatos sueltos corrían por la cabina de un lado al otro, saltando como cachorros juguetones”.

—Personificación y comparación, maestro. ¿Por qué las llama entonces metáforas?

—En sentido estricto tenés razón. Usé la palabra metáfora por comodidad, para englobar todos los recursos que usa un artista para llevar más allá los objetos concretos. Para pasar de lo literal a lo figurado. A lo metafórico, ¿ves? Etimológicamente, metáfora significa eso: trasladar, llevar de una parte a otra. ¿Sabés cómo se dice “autobús” en griego, hoy en día?

—¿Cómo?

—Metapherein, porque sirve para trasladar de acá para allá a la gente y las cosas.

—Impresionante, maestro. Hablando de Roma, debo trasladarme en el autobús para lo de mi novia.

—Perfecto, Pukkitas. Creo que te ha quedado claro aquello de alcanzar “rango de literatura”. La próxima, trabajando sobre las demás ideas de mi definición, empezaremos por averiguar si en la literatura y en el arte en general hay temas o géneros superiores a otros. Y acordate: “Con tener talento…

—… no te alcanza”.

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