Cultura

Con tener talento no te alcanza: Transformar el lenguaje comunicativo en lenguaje poético

En esta entrega del taller del Tío Marce, un homenaje al gran poeta marplatense Rafael Felipe Oteriño, quien recientemente fue galardonado con el premio Dámaso Alonso.

Por Marcelo di Marco

A la hora en que la hija de la mañana, la aurora de rosados dedos, arrebolaba las hélices del más flamante dron del amigazo Mac Dougall, despertábase Pukkas, el sufrido discípulo de Tío Marce. Pukkas se levantó de la cama, se duchó, se vistió, colgó del hombro la mochila con su notebook dentro, y semejante a un dios salió del cuarto y encaminose a desgastar con las suelas de sus borcegos el umbral de la casa de su personal trainer literario.

—¡Qué sensacional que estuvo la presentación de su nueva novela en Villa Mitre, maestro! —disparole, una vez instalado en su pupitre—. Un lujazo.

—Todo fue mérito de mis presentadores, Pukkas. Cada uno desde su lugar, Evangelina Aguilera, Pablo Di Marco y Jorgelina Etze ofrecieron tres visiones independientes pero complementarias de mi trabajo en general y de Victoria en el infierno de las pesadillas vivientes en particular. A los amigos que no pudieron venir, por favor comentales que ellos también pueden verla entrando en mi canal de YouTube. Escriban en Google @tallercyc, y busquen en la pestaña Videos. La miniatura es muy elocuente: “Cómo se presenta una novela de terror”. Creo que el programa cumple con la premisa, porque recibí muy enjundiosos comentarios por parte de autores como Alejandro Baravalle, Lucía Cass, Analía Pinto y Franco Vega. Gloria Acosta, una tallerista de las Islas Canarias, ha escrito textualmente “Qué gusto me ha dado poder verlo y disfrutado. Una presentación magnífica. Ahora soy más consciente de cuánto me he aburrido en otras presentaciones de otros autores”. La elocuencia de Pablo Di Marco siempre ameniza cualquier acto. Y Evangelina y Jorgelina estuvieron geniales, como era de esperarse.

—¿Pablo y usted son parientes, maestro?

—Con ese notable novelista solamente somos hermanos por elección. El apellido de él se escribe con “d” mayúscula, y el mío con minúscula. Siempre hay alguien que nos pregunta lo mismo.

—Hablando del público, maestro, qué maravillosa personalidad que se acercó a acompañarlo, ¿eh?

—Ya sé de quién hablás, y debo decirte que gracias a Evangelina Aguilera pude conocer en persona a un maestro de prestigio internacional. Qué buen tino el de ella al invitarlo, porque no todos los días uno tiene la oportunidad de cruzar algunas palabras con un poeta de la talla de Rafael Felipe Oteriño.

—Sé que además acaba de ganar un premio importantísimo.

—El Dámaso Alonso, Pukkitas, concedido por la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras de Madrid. Y además Oteriño no se vino con las manos vacías a la presentación de VIPS: amablemente me obsequió un ejemplar autografiado de su libro de ensayos Una conversación infinita. Notas sobre poesía. El libro data de 2016, y el ejemplar que yo tengo dedicado de puño y letra es una reedición que publicaron hace un par de años nuestros amigos de Ediciones del Dock. Desde esta humilde columna, vaya para el maestro mi agradecido homenaje. Y, retomando lo nuestro, te cuento que en su libro encontré uno de sus ensayos sobre el arte de la poesía que nos viene de perlas para seguir comprendiendo la primera parte de mi definición de literatura.

—Aquello de que “un escrito alcanza rango de literatura cuando…”.

—Exacto. La base. El punto de partida. Si falta en la crítica la consideración de ese concepto de ascensión hacia la belleza, para decirlo en pocas palabras, todo dará lo mismo. Se correrá el riesgo de calificar de literatura a cualquier cosa, escrita en cualquier contexto.

—¿Incluso en un contexto no literario?

—Tal cual, Pukkas. Los recientes ejercicios que me trajiste hablan precisamente de ese paso de lo informativo a lo poético que estás logrando. La nota de Oteriño se titula “La intercesión de la crítica”, y en una zona de ella expone la función de la crítica en lo referido a las obras. Acá tengo el libro, página 116. Te leo lo que dice: “(…) su función es la de iluminarlas mediante el estudio de los aspectos técnicos estructurales, morfológicos e innovativos; revelar el proceso de la creación y el conocimiento aportado; señalar las alusiones sonoras y semánticas, y el juego entre los elementos presentes y ausentes, denotativos y connotativos; ver las relaciones y los nexos entre los mundos que la obra dispara; subrayar los movimientos del impulso poético, a partir de la indicación de los núcleos verbales que lo potencian”.

—Entiendo que toda esa actividad de iluminación de la crítica es posible porque los poetas, intuitivamente o no, crean sus poemas en clave de… literatura. Configurando, al decir de Joyce… Espere que busco entre mis notas, acá está: configurando lo sentimental y lo intelectual, con una finalidad estética.

—Exacto, aunque eso Joyce lo aplicaba al arte en general. Y Oteriño cierra el párrafo que acabo de leerte aludiendo al criterio de rango, de jerarquía poética. Resume magistralmente la función de la crítica con estas palabras que van en línea con todo lo que estuvimos analizando en nuestras cinco primeras reuniones. Esta es la sexta, y conviene citarlo al maestro para terminar de asimilar el criterio básico: en su bella síntesis, la función iluminadora de la crítica consiste en “Destacar, en suma, la transformación del lenguaje comunicativo en lenguaje poético”.

—Si me permite, maestro, puedo inferir que la literatura usa como materia el lenguaje corriente, y por medio de la forma le imprime belleza a esa herramienta comunicativa de todos los días.

—Tal cual, Pukkitas. La polivalencia de significados que dispara la palabra poética depende, precisamente, de nuestra capacidad de transfigurar aquella lengua utilitaria que en mi definición apunto como “funcional”.

—Y, si mal no entiendo, la metá-fora tiene mucho que ver con esa meta-morfosis. Separo con un guion el prefijo intencionalmente, para ayudarme a afianzar los conceptos que aprendí en nuestra cuarta reunión, “Pensar el mundo como un escritor”. Dicho en una lengua habitual, meramente informativa, es una suerte que el ser humano ignore la existencia de insospechados mundos invisibles, aunque hay algunos iluminados que pueden intuirlos.

—¡Cáspita, Pukkas! ¿Y esa gran verdad a qué viene?

—Nada, maestro. Simplemente lo digo porque quiero aportar un ejemplo, esta vez tomado de una de mis nouvelles favoritas. Déjeme buscar un segundito en ese sitio fascinante que es Ciudad Seva, y le muestro. Acá está. Mire cómo arranca “La llamada de Cthulhu”, de H. P. Lovecraft: “No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes.

Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en términos que nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando optimismo”.

—Ese famoso comienzo es un buen ejemplo de metáfora, realmente. Y ni que hablar de los recursos narrativos que Lovecraft pone en juego para engancharnos enseguida. Pero debo señalarte algo. En tu “reducción” de esa metáfora al lenguaje corriente, se te coló un elemento metafórico.

—¿Cuál, maestro?

—Repasémosla, a ver si lo encontrás por tu cuenta: “Es una suerte que el ser humano ignore la existencia de insospechados mundos invisibles, aunque hay algunos iluminados que pueden intuirlos”. Tal vez, más de un lector de esta columna ya lo haya descubierto. Pero, antes de empezar a buscarlo, por favor prendé esa lámpara que ves sobre el escritorio.

—¡Lo descubrí, maestro, su pedido es en realidad una pista! El elemento metafórico es la palabra “iluminado”. Metafóricamente, la iluminación tiene que ver con el esclarecimiento interior, con el conocimiento intuitivo de algo.

—Exactamente. Incluso la palabra “iluminado” puede ser usada en sentido peyorativo: podemos llamar “iluminado” a aquel engreído que pretende detentar la verdad absoluta. Si vamos al caso, todo el tiempo estamos usando expresiones propias o ajenas en las que campea el sentido figurado. Cuando decimos que alguien nos tiene podridos, no nos referimos a que nos está provocando una gangrena.

—Nos está fastidiando ese tipo, maestro, nos está gangrenando el alma.

—Lo cual es otra metáfora, ¿ves?

—Veo. Y se me ocurre que estamos metaforizando todo el tiempo, sin darnos cuenta. No hablo sólo de usted y de mí, sino de la gente en general. Cuando le decimos a alguien que no se ahogue en un vaso de agua, estamos aconsejándole que avive la esperanza.

—Lo cual también es una abstracción. Surrealismo antes del surrealismo.

—¿Será que siempre estamos haciendo literatura sin querer, maestro?

—No siempre. Para hacer literatura falta la “carpintería”, como la llamaba García Márquez. Porque, como decimos siempre, “Con tener talento…

—… no te alcanza”.

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