La nueva novela de Juan Pablo Bertazza renueva la narrativa de la herencia, la pérdida y los vínculos intergeneracionales con una apuesta formal arriesgada y muy efectiva.
Por Carlos Aletto
Desde los primeros libros sagrados, los árboles han sido símbolos y protagonistas de narraciones fundacionales: en el Génesis, el Árbol del Conocimiento marca el límite entre obediencia y caída; en la mitología nórdica, Yggdrasil sostiene el cosmos; en la ‘Eneida‘, Eneas corta la rama de oro para entrar al Hades. Shakespeare hace marchar al bosque de Birnam sobre ‘Macbeth’; Tolkien dota a los ents de sabiduría arcaica. En esa continuidad entre árbol y libro se inscribe ‘Memoria de la madera’, la nueva novela de Juan Pablo Bertazza, que renueva la narrativa de la herencia, la pérdida y los vínculos intergeneracionales con una apuesta formal arriesgada y muy efectiva.
La novela, situada en la República Checa pero atravesada por una sensibilidad argentina, narra la historia de tres generaciones unidas por un mismo ejemplar vegetal. Jakub, un joven checo, decide salvar el árbol plantado por su abuelo de una orden de tala: ese gesto mínimo desata una cadena de recuerdos, duelos y secretos. La figura del abuelo –casi mítica– encarna una herencia ética y afectiva que el padre no supo o no quiso sostener, y que vuelve en Jakub como pregunta insistente: qué hacer con lo recibido y cómo transmitirlo sin que se marchite.
El hallazgo mayor del libro es su narrador: el propio árbol. La voz alterna entre una tercera persona focalizada en Jakub y pasajes en primera del árbol, que hacia el final ganan presencia y lucidez. No hay realismo mágico ni fábula edificante: el dispositivo se asienta en un tono contenido, íntimo, casi clínico, que permite aceptar sin estridencias la conciencia vegetal. Así, la novela explora una temporalidad no lineal –un “bloque” donde pasado, presente y futuro se rozan– y convierte al árbol en archivo vivo, capaz de recordar, observar y, sobre todo, leer el mundo humano con una claridad que los humanos han perdido.
El libro dialoga con una genealogía precisa –“La balada del álamo Carolina”, de Haroldo Conti–, epígrafe y faro poético que marca dirección: dignidad, resistencia, memoria. Si aquella pieza cantaba a los árboles arrasados por la modernidad, ‘Memoria de la madera’ avanza un paso: devuelve al árbol la primera persona y lo pone a pensar la transmisión. Esta operación, además de audaz, funciona como corazón emocional del relato: el vínculo entre Jakub y su abuelo se construye con ternura y complicidad, pero también con el peso de una ética que exige cuidado, escucha y continuidad.
Bertazza afina la tensión entre lo ancestral y lo hiperconectado. Las escenas oníricas conviven con rutinas digitales –la racha diaria de Duolingo–, referencias a ‘Los Simpson’ y ‘Rick and Morty’, canciones de The Kinks, viajes familiares a Barcelona y excursiones escolares a menhires checos. El Pastor Petrificado –único menhir oficialmente reconocido del país– se vuelve un imán simbólico: primero, como lugar de iniciación; después, como ruina rebautizada “Pastor Desgraciado”. Entre piedra como archivo y piedra como chiste turístico, la novela lee el desgaste cultural de la memoria.
El paisaje checo –aparentemente periférico para una mirada argentina– se transforma en territorio mítico y fundacional. La atmósfera de Praga, las historias de reyes y aldeas, el templo inacabado de Panenský Týnec: todo aparece filtrado por una prosa precisa, de respiración corta, que evita los subrayados y deja trabajar las imágenes. La elección del escenario no es decorativa: ancla la reflexión sobre la extranjería, la lengua y la transmisión. Y conecta con una trayectoria previa: ‘Síndrome Praga’ (2019) exploraba el desarraigo y el conflicto con la lengua; ‘Alto en el cielo’ (2021) retomaba el mito del Golem. Aquí, esas vetas se profundizan y se organizan en una estructura más madura, donde lengua, herencia, cuerpo y recuerdo convergen sin chirridos.
La pregunta por el lenguaje ocupa el centro. La novela imagina la palabra como linaje –no como acento suelto– que se pasa de generación en generación. La traducción aparece menos como oficio que como modo de conocimiento cultural: refranes que mutan de una lengua a otra, malentendidos fértiles, equivalencias que muestran lo común y lo distinto. En ese marco, Duolingo funciona como símbolo de una pedagogía del conteo (rachas, puntajes) que reemplaza la comprensión. Frente al ritmo del algoritmo, el árbol ofrece otra temporalidad: lenta, acumulativa, orgánica. La memoria de la madera no es lineal, es concéntrica: se forma en anillos, por capas, y solo se revela ante el amor o la catástrofe.
Uno de los pasajes más potentes es el “interludio” de los escarabajos tipógrafos. La plaga –real y reciente en los bosques de Europa Central– deja bajo la corteza marcas que parecen líneas de escritura. La novela capitaliza ese dato natural para volverlo figura: escritura como desgaste, desgaste como escritura. El nombre del insecto empuja la metáfora (tipógrafos), y el árbol-narrador lee en ese deterioro una suerte de reconciliación tenue entre lo que corroe y lo que escribe. Es, también, una forma de pensar la literatura: los textos como corteza, la lectura como arqueología de cicatrices.
Sin nombrarla, la pandemia atraviesa el clima del libro. Si ‘Síndrome Praga’ prefiguraba un ánimo de encierro, ‘Memoria de la madera’ trabaja la pospandemia: un mundo que parece haber olvidado el Covid, pero cuyo pulso quedó alterado. Allí, el árbol –con su memoria en espiral– se ofrece como antídoto contra la amnesia instantánea y la saturación informativa: sostiene umbrales, distingue formas, devuelve contorno a lo vivido.
El tramo final —que conviene no revelar— invierte los roles entre creador y creación y radicaliza la pregunta central: ¿cómo se transmite el amor en una época de pantallas, traducciones automáticas y vínculos rotos? En ese contexto, talar un árbol no es solo un acto ecológico: es cortar la raíz, matar al abuelo, interrumpir la cadena. La novela elige otra vía: la muerte como ofrenda, la escucha como resistencia. En ese gesto, su apuesta ética se vuelve estética.
Valor crítico: ‘Memoria de la madera’ destaca por la coherencia entre idea, forma y tono. La primera persona del árbol, lejos de ser un truco, ordena la totalidad: habilita el contrapunto con Jakub, sostiene la temporalidad expandida y le da al libro su respiración propia. El montaje alternado evita el efectismo; las anclas culturales –menhires, templos, canciones, series– no son guiños complacientes, sino piezas de una cartografía emocional y simbólica. El lenguaje, sobrio y exacto, deja espacio a que el lector complete lo que la prosa solo insinúa.
En diálogo con una tradición que va de Conti a los mitos nórdicos, la novela encuentra un registro singular para pensar la transmisión. “El viento es una palabra del árbol”, decía Conti: ‘Memoria de la madera’ recoge esa línea y la amplifica. Invita a leer más lento, a cuidar las formas, a escuchar lo que no se mueve y, sin embargo, late. En un ecosistema cultural que acelera, cuantifica y olvida, esta novela propone un ritmo distinto y una pregunta persistente. No es un libro melancólico: es un llamado, paciente y firme, a la continuidad.