Cultura

Cortázar y el jazz

Por Héctor Alvarez Castillo

“Si no se puede decir, hay que tratar de inventarle su palabra, puesto que en la insistencia se va cerniendo la forma y desde los agujeros se va tejiendo la red…”

Julio Cortázar: La vuelta al día en ochenta mundos.



Reflexiono acerca de lo que nos atrae -a veces candorosamente- de Julio Cortázar, y en esta línea de pensamiento entiendo que es pertinente la recurrencia al jazz, sea como influencia o ámbito de comunión. Hay una anécdota de cómo llega la música a la vida de Cortázar y se transforma en una amiga inseparable. En su infancia, el niño que se abstraía del mundo que lo rodeaba gracias a lecturas que iban desde Poe a Julio Verne, padece un surmenage.

El médico que lo atiende recomienda otras actividades, entre ellas la bicicleta que también alentaría su imaginación. Allí harán su aparición triunfante el boxeo y la música, como recreos a esa intelectualidad desmesurada. Y el jazz será la música privilegiada. Las fotos caseras con la trompeta entre las manos y la embocadura apoyada en los labios a nuestros ojos hoy son tan naturales como aquellas en que lo vemos junto a sus libros.

La presencia de la música en su vida fue una consorte cómplice en la gestación de la originalidad que lo instaló como uno de los principales innovadores para las letras hispanas del siglo XX. Sus cuentos -de una estructura más compleja que los de Borges, al tiempo que de un corte clásico- ya lo hacían merecedor de un sitio de preeminencia entre sus contemporáneos.

Pero en los escritos de Cortázar hay una característica lúdica que en ocasiones tiene la impronta y la frescura propias de aquello que se hace en una reunión entre amigos, donde reina la confianza y la intimidad -Recordemos que sobre él mismo había afirmado que papaba moscas-.

El autor de ficciones como “Instrucciones para subir una escalera” y “Continuidad de los parques” -incluso cuando exhibe esa maestría donde cada palabra cae con gracia en el sitio en el que parece que siempre estuvo- en ocasiones nos da la sensación de estar improvisando, jugando, divirtiéndose con esa textura de palabras y sonidos, mientras alcanza puntos altos en su arte. Este don siempre animó su creatividad.

En tono con estas especulaciones, me animo a emparentar las improvisaciones jazzísticas con el espíritu de juego y de apertura presente en la obra de Cortázar. Pienso en las obras que edita desde 1959 a 1968, entre las que están “Las armas secretas”, “62/Modelo para armar e Historias de cronopios y de famas”, y en el logro cumbre de este proceso: “Rayuela”.

La atención está puesta en las asimetrías por encima de las simetrías, como una vía hacia la libertad y una existencia auténtica. Existe un hurgar en la realidad, modos propios de acercarse a ella y de recrearla en el intento de atrapar al menos alguna fracción de lo inefable y del sentido de lo inefable. El juego del ser y el devenir.

En los días inmediatos a la muerte de Charlie Parker, Julio Cortázar comienza la escritura de la obra que ningún amante del jazz dejará de leer: El perseguidor. Este cuento con aires de nouvelle anuncia un viraje en su creación. El mismo nos confiesa que al enterarse del fallecimiento del saxofonista decide iniciar inmediatamente esa narración en la que ya estaba meditando.

Cortázar encuentra la estructura apropiada en la voz de Bruno, un periodista que siente devoción hacia ese alter ego de Parker y relata en primera persona las instancias que conducirán al desenlace de Johnny Carter. Por su testimonio nos enteramos de distintas peripecias en la vida de ese músico extraordinario, obsesionado por el tiempo y adicto a la droga y al alcohol. En palabras de Johnny: “El compañero Bruno es fiel como el mal aliento”.

La lectura adolescente de “El perseguidor” es una revelación difícilmente igualable. El jazz y la literatura habitan ese texto entrañablemente unidos. Parafraseando a Cortázar o a su Johnny Carter, me atrevo a escribir: “Lectores, el jazz no es solamente música, la literatura no es solamente palabras, yo no soy solamente Johnny Carter”.

El jazz le permitió a Cortázar una comunión con los otros en parte sólo posible a través de la vivencia compartida en la música. Quizá algo de verdad haya en esas palabras de Bruno: “(…) presentando a Johnny como lo que era en el fondo: un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre, dotado como tanto músico, tanto ajedrecista y tanto poeta del don de crear cosas estupendas sin tener la menor conciencia (a lo sumo un orgullo de boxeador que se sabe fuerte) de las dimensiones de su obra”.

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