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Cultura 11 de agosto de 2020

Cuento: Como una ofrenda

No, no es el recuerdo, esa ficción que construyo con retazos de olvido. No es la imagen hecha de ausencia, memoria de un fantasma, la que viene y se salva.

Pero cuando de un antiguo pasado no queda nada, después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solamente el olor y el sabor, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales y persistentes, más fieles, continúan aún vivos mucho tiempo, como almas, para recordar, para esperar, para anhelar, sobre las ruinas de todo lo demás, para llevar consigo, sin desfallecer, en su gotita impalpable, el edificio inmenso del recuerdo.

(Marcel Proust, En busca del tiempo perdido).

“un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento”

(Ángel González, “Para que yo me llame Ángel González”).

Por Nicolás Dalmasso

Y al final, no vino por la noche, confundido en el sueño. No lo trajo el viento a la hora de la siesta, cuando el silbido de la armónica del afilador de cuchillos pasaba por la puerta de la casa, ni la lluvia, mientras afuera oscurecía y armábamos el tablero de ajedrez (rey, dama, alfil…). No apareció al amanecer, con el ruido metálico de la tapa bailando sobre la pava hirviente en la cocina. Y, aunque froté las hojas y olí el perfume, el limonero de mi jardín (que en mi memoria se confunde con el suyo) no quiso traerlo. Tantas veces cerrar los ojos, tantear entre sombras, buscar un gesto para perderlo a medio camino, suspendido en el aire. Tantas veces hacer el ritual, la magia inútil, para que no venga.

Y entonces un día, sin esperarlo, al mojar la costra de un pan en el fondo de un plato, allá abajo algo se mueve. No es el recuerdo, que se aleja y se resiste a nacer. Es apenas un eco, una mancha que se desplaza en la línea de un cuento (“ese aroma lo devolvía al patio de la casa, a su infancia”), y que, de repente, se aclara y me deja ante una olla humeante, mi abuela mirándome con ojos rasgados, el cuerpo encorvado y un pedazo de pan que entrega como ofrenda. Y atrás, de espaldas y como borrado, un brazo que se alarga para dejar un vaso de vino sobre la mesada.

Me veo desde adentro, con no más de diez, once años. Eran los sábados a la mañana, cuando con mi hermano salíamos del club y caminábamos por la avenida hasta entrar en la casa, cruzar el túnel del pasillo y el portón de rejas y seguir de largo hasta el quincho, al lado del limonero. Y ahora estamos, mi hermano y yo, frente a una olla que burbujea sobre el fuego. Mi abuela parte un pan con las manos y nos da una mitad a cada uno para que lo hundamos en la salsa de tomates. Todavía es temprano, falta un rato para el mediodía, y en cualquier momento él se va a dar vuelta. Pero no todavía. Por ahora sigue quieto, de espaldas. Yo también estoy inmóvil, detenido en el tiempo, viendo a mi hermano acercarse a la olla, y el vapor oloroso del tuco forma una niebla que enturbia la escena. Lo veo meter la mano y sacarla triunfante, porque el pan no se deshizo y el líquido espeso lo cubre casi por entero hasta tocarle los dedos. Y justo antes de llevárselo a la boca, se congela, grabado en una diapositiva, y los bordes de la imagen empiezan a desintegrarse y arder, como si el recuerdo fuese una película de acetato, igual que las que veíamos en los cumpleaños, en el proyector de carretel.

No, no es el recuerdo, esa ficción que construyo con retazos de olvido. No es la imagen hecha de ausencia, memoria de un fantasma, la que viene y se salva. Como el poeta andaluz, yo “sólo recuerdo la emoción de las cosas”, y todo lo demás se me olvida.

Es, si acaso, el titilar de una luciérnaga que brilla y desaparece, gota de rocío o nube en el cielo, tan tenue y tan leve que no se degrada ni se borra. Que carga el pasado a cuestas y lo trae de vuelta. En un pedazo de pan. Como una ofrenda.



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