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Cultura 5 de febrero de 2021

Cuento: El canario mudo

Mientras la casa se viste de silencio y los tanques copan las calles, alguien encuentra la libertad.

Por Mario Corradini

 

Nuestro canario se llamaba Chipy. Y no cantaba. “Es cuestión de tiempo, después se largará y no habrá quien lo pare”, nos decían. Pero pasaban los meses y el canario seguía mudo, sólo saltaba de un palo al otro en su jaulita de alambre, colgada de un clavo en la pared del patio. Era una presencia pequeña y su silencio lo hacía más pequeño todavía.

Mi padre le silbaba tangos, pasaba horas intentando que el canario le respondiera. Mi madre le hablaba para convencerlo a largar la voz. Ninguno tuvo éxito. Entonces se les ocurrió que Chipy estaba demasiado solo y le faltaba una compañera. Fue así que trajeron una canaria y la metieron en la jaula pero, para sorpresa de todos, la canaria no dejaba que Chipy se le acercara y cambiaba de palito para rechazarlo.

Por las dudas mi madre preparó un nido con algodón dentro de una lata de sardinas. “Nunca se sabe”, decía. “A lo mejor son dos machos”, respondía mi padre. Una semana después, al volver del colegio, me dieron la gran noticia: había huevos en el nido, ovalados y perfectos, con manchas marrones y grises. Sin embargo la alegría duró poco, al día siguiente los huevitos aparecieron rotos y nadie supo explicar lo sucedido. La situación se repitió varias veces y con pocas variantes, la canaria ponía sus huevos y luego aparecían quebrados, como si los hubieran tirado desde lo alto.

Mi madre resolvió el dilema. Desde la cocina espió la jaula hasta que sorprendió a la canaria picoteando sus propios huevos para romperlos, como si se negara a procrear en cautiverio. La canaria pasó a llamarse la loca, y cuando volvió a poner sus huevos mi madre los sacó de la jaula. “Los empollo yo”, dijo, dándoles calor con sus manos. Pero su intento de adopción no tuvo resultado, los devolvió al nido y la loca los picoteó enseguida.

En esos años mi mundo se dividía entre la casa, la escuela y el potrero donde jugábamos al fútbol con los pibes del barrio. Desde unos meses atrás yo intuía que algo raro pasaba en la ciudad. Todos los días pasaban camiones del ejército y durante los almuerzos del domingo, cada vez que algún tío de visita se ponía a discutir de política, mi madre cerraba las ventanas y pedía que hablaran más bajo.

Al volver del trabajo mi padre tomaba mate mientras escuchaba música por la radio. La casa se llenaba de tangos. Un día me di cuenta de que había empezado a usar auriculares. Al silencio del canario se le sumó el silencio de la radio. Una vez, mientras él atendía el teléfono, aproveché para ponerme los auriculares, pero no se oía música. En su lugar, una voz con acento raro daba noticias sobre nuestro país, como si estuviera sintonizada una radio extranjera.

Mientras tanto la loca seguía picoteando sus huevitos y el Chipy se obstinaba en callar. Mis padres decidieron dar por terminado el asunto, devolvieron la canaria y Chipy quedó solo otra vez. “Mejor solo que mal acompañado” sentenciaron, y se olvidaron del asunto.

Una siesta de verano fui a tirarme en el zaguán, el lugar más fresco de la casa. Mientras leía revistas de historietas miraba de reojo al canario mudo, en su jaula del patio. En un impulso dejé la revista de lado, entré la jaula al zaguán y cerré las puertas. Me concentré sobre Chipy y traté de comunicarme mentalmente con él haciendo pases de magia, como había visto en el circo. De repente, como si me hubiera llegado un mensaje telepático, descubrí que el canario precisaba un espacio más grande para desplegar sus alas.

La puerta de la jaula era diminuta, apenas si entraba mi mano. La abrí despacio y agarré al canario con cuidado, lo saqué lentamente y lo solté. Según mis planes sería fácil volver a capturarlo, pero no conté con los vidrios del zaguán, rotos por la última granizada. Por allí escapó Chipy.

No supe qué hacer y salí corriendo con terror para refugiarme en el baño. En ese año yo cursaba catecismo, así que recé para que mis padres creyeran que el canario se había escapado solo. De algún modo inexplicable había abierto su jaula y tomado vuelo, como si hubiera obedecido un mandato divino. Si mis rezos no funcionaban yo estaba seguro que me castigarían mandándome a un asilo para huérfanos.

Al rato escuché a mi madre llamando a los gritos a Chipy, posado en una rama del naranjo del vecino. Decidí volver a la escena del crimen esperando un milagro y poniendo mi mejor cara de inocente. Enseguida se movilizó todo el barrio. La gente se juntó debajo del naranjo y señalaba hacia arriba con el dedo. Alguien intentó subir armado con una escoba pero Chipy se fue a las ramas más altas. “Terminará en la panza de un gato”, sentenció alguien y yo quería desaparecer del planeta.

Al pasar la tarde se sumaron otros vecinos, cada cual con su método para atrapar canarios. Le pusieron alpiste arriba del tapial, le silbaban como a un perro, lo insultaban para desmoralizarlo, pero nada tuvo éxito, Chipy permanecía como un observador introvertido en lo alto del naranjo.

Atardeció y los vecinos se fueron yendo cada uno a su casa. Mis padres se resignaron y abandonaron el intento de captura, pero no se tragaron el cuento de la autoliberación. Me sometieron a un interrogatorio breve y sentencioso. “A quién se le ocurre abrir la jaula”, repetían, sin dudar de que yo lo había soltado.

Esa noche cenamos en el patio. El clima de la cena era pesado y yo sentía toda la culpa del mundo. Por la radio transmitían sólo marchas militares. Cada tanto, yo miraba hacia arriba, buscando al canario entre las sombras del árbol del vecino. “A quién se le ocurre abrir la jaula”, me repetía en silencio mientras comíamos en silencio. Entonces me di cuenta de que ahora era mi familia la que callaba. El canario volaba en libertad y nosotros nos descubríamos enjaulados en el patio, en la casa y en el país. Fue entonces que, desde la rama más alta del árbol, el Chipy cantó.



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