Cultura

Cuento: La partida

Por Valeria Agüero

—¿Qué haces todavía ahí sentado?

—No sé

—¿Hace cuánto esperás?

—No sé.

—¿Qué esperás?

—Te dije que no sé.

Siguió mirando al horizonte con la esperanza de distinguir algún movimiento entre la distorsión de la distancia. Si se concentraba era capaz de sentir un cosquilleo que comenzó en sus pies para recorrerlo entero y terminar en sus manos. Ese tipo de cosquilleo que lo obligó a articular los dedos uno a uno hasta aferrarse a lo que sea, a lo que le diera seguridad, a la silla. Pero de cierta forma agradeció sentir esa descarga involuntaria de energía atravesarlo, porque después de un buen tiempo sentado en la misma posición tuvo miedo de bajar la mirada y darse cuenta que desconocía el momento exacto en que sus piernas le habían sido arrebatadas.

Llevaba ahí sentado vaya uno a saber cuánto tiempo: podían ser horas, tal vez días o quizás semanas. Aunque si eran semanas… No estaba seguro. Solo estaba seguro de aquellas últimas palabras que la había escuchado decir.

—Quedate acá sentado, cielo. Mamá ya vuelve ¿si?

Él simplemente asintió sacudiendo su cabecita de arriba hacia abajo con firmeza. No tenía miedo. «Si mamá me dice que me quede acá es porque nada va a pasarme» pensó con lógica. Y la vió partir.

Desde entonces no se movió ni un centímetro. Y como ya no le quedaba rincón por recorrer con su mirada, continuó por el cielo. Era la única señal de que el tiempo seguía corriendo. Ya había sido turquesa, rosado, azul profundo y amarillo. Había descubierto una cantidad de combinaciones de colores que jamás hubiera imaginado. Pero nada se asemejaba al color negro que venía asomando por detrás de la montaña.

De repente sintió frío y quiso abrigarse pero no tenía más abrigo que lo puesto. Apretó la mandíbula orgulloso, sin siquiera dirigirle la más mínima mirada. Sabía de antemano que sus ojos estarían llenos de te lo dijes que ni de cerca lo iban a hacer cambiar de opinión. Él podía atreverse a hacer muchas cosas, tenía un historial inagotable de travesuras, pero justo ahora desobedecer a su mamá no estaba en sus planes.

—¿Qué vas a hacer?

—No sé.

—¿Vas a dejar que la tormenta te empape?

—No sé.

Sin previo aviso, un ruido contundente y ensordecedor irrumpió en sus pensamientos. El relámpago que lo sucedió le arrancó todas las dudas. A esas alturas le costaba distinguir si los sonidos venían de adentro o de afuera suyo. Requería mucho esfuerzo recordar cuándo había sido la última vez que su estómago le había gritado por piedad. Pero ya no tenía suficiente energía.

—¿De qué te sirve esperar?

—No sé

—¿Cuándo vas a pensar tus propios pensamientos?

—No sé

Uno de los dos suspiró.

—No va a volver

—Lo sé

Y vió el momento exacto en que sus deditos ya sin fuerza liberaron la silla. Miró una última vez el horizonte y de vuelta al niño encogido con la cabeza apoyada en sus rodillas. Solo entonces se dió media vuelta y lo dejó en paz.

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