Cultura

Cuento: Los ojos

Las gaviotas, el puerto, Punta Mogotes y el progreso.

Por Rodrigo Díaz

Eran los ojos. Esos ojos vacíos, estáticos, inertes. Dos puertas negras hacia la nada. El animal parecía un artefacto mecánico capaz de los actos más ruines sin ningún remordimiento y eso se debía a sus ojos. Cuando le preguntaron a San Agustín cómo era posible que un Dios bondadoso y omnipotente hubiera creado el Mal, el de Hipona respondió que Jehová nada tenía que ver con la maldad. El Mal, dijo Agustín, era la ausencia de Dios. Y eso era lo que podía verse en los ojos de la bestia. Una ausencia absoluta, eterna y escalofriante. 

Y, para colmo, la gaviota los estaba mirando. Los observaba fijamente como si ellos mismos fueran un pedazo de carne listo para ser engullido. Estaba parada sobre la baranda que delimitaba la terraza y casi no se movía. Solo giraba la cabeza de vez en cuando para dirigir hacia ellos la atención de uno u otro agujero negro.

Entonces, sin ser consciente del peligro, Martín levantó en el aire una raba mientras gesticulaba enérgicamente y la gaviota dejó su pasividad arrogante. Abrió dos enormes alas grises, aleteó rápidamente y se abalanzó sobre ellos como dispuesta a arrasarlo todo. No pasaron más de dos segundos antes de que se apoderara del calamar y fuera a dar con su presa al suelo.

Al verse desposeído, Martín  agachó la cabeza y la protegió con las dos manos,  entendiendo de repente la situación de vulnerabilidad en la que se encontraba. Esteban, al otro lado de la mesa, dio un pequeño salto en su silla, expresión involuntaria de temor o tal vez de sorpresa. Pero, apenas reconoció la naturaleza del ataque que había sufrido su amigo, lanzó una estridente carcajada al aire.

-¡Me cago en la puta madre! ¡Bicho del orto!- dijo Martín enderezándose y dirigiendo la mirada hacia el animal. -¡Qué hijo de puta!

Esteban rio con más fuerza todavía. Un mozo se acercó hasta la gaviota e intentó espantarla con gestos cansados y un repasador sucio. El animal casi no le prestó atención. Dio dos pasos al costado mientras engullía la rodaja de molusco y solo después levantó vuelo. Se posó burdamente sobre la misma baranda de antes como si nada de lo ocurrido hubiera tenido importancia. Entonces volvió al acecho.

-Pero de verdad- repitió Martín mirándola fijamente. –¡Qué bicho de mierda!

-Ni los pájaros te respetan, Tincho- dijo Esteban entre risas. –Es como en la escuela. Solo falta que el Beto se coja a tu mujer y volvimos a cuarto año.

-¡Qué forro que sos!- respondió Martín dirigiendo la mirada a su amigo. -Vos sabés lo que me dolió lo de Marcela. Sos un troglodita. Pero, en serio, que bicho inservible la gaviota. No sirve para un carajo.

-Bueno, che. No exagerés. Tiene que vivir también, ¿no?

-Sí, claro. Como todos. Pero no tiene una cosa buena. Hijos de puta hay muchos, es cierto. Pero a la gaviota no la salva nada. No tiene ni una cosa buena. ¿Entendés?

Esteban volvió a reír.

-En serio, te digo- continuó Martín. –Y vos sabés lo que a mí me gustán los bichos. Pero a las gaviotas habría que matarlas a todas.

-Para, exagerado.

-No, en serio. No hay razón para existan. Los perros son hermosos. Son leales, son juguetones. A veces son medio boludos y a veces medio peligrosos. Pero son los mejores animales. No, mentira. Los caballos son los mejores. Nobles, fuertes. Son arrogantes, sí. Pero con razón.

-¿Y los gatos?

-Los gatos son unos arrogantes de mierda también, pero porque son libres. Los gatos hacen la suya y, si vos no te metés, te dejan tranquilo. Y son bonitos. Pero a este bicho del orto no lo salva nada. Es un vividor. Agarra lo que se le canta el culo como si todo el mundo fuera de él. ¡Reverendas hijas de puta! ¿Y qué aportan las gaviotas, eh? ¡Nada! Viven de lo que roban y no tienen una cualidad positiva.

-¡Pará, loco!- volvió a reír Esteban. –Te afanó una raba no más.

-No, de verdad. Habría que matarlas a todas. ¡A todas!- concluyó Martín con bronca fingida mientras miraba fijamente a su atacante. -Pero decime, Indio- dijo mientras volvía a mirar a su amigo. -¿Por qué me trajiste a este lugar? No vengo mucho a Argentina y lo poco que estoy no lo quiero pasar sumergido en grasa. El jueves vuelvo para Colonia. ¿No nos podíamos encontrar en Capital el miércoles? No entiendo por qué te viniste vos hasta acá y para citarme en Punta Mogotes. Estás re proletario, Indio.

-Todo lo contrario, Tincho. Te traje hasta acá porque soy el tren del progreso. Te tengo que contar algo y quería que lo vieras.

Esteban se inclinó sobre la mesa para servir más vino tinto en las copas. Después le hizo una seña al mozo para que les trajera otra botella.

-Apa, ¿qué son esos aires, Indio? No te reconozco. ¿Vos siempre tan mosquita muerta y ahora sos el tren del progreso?

-Y eso es quedarse corto. Esto va a ser grande, Tincho. Muy.

-Bueno, contame, boludo. No me tengas en ascuas. Ya me intrigaste.

-Mirá, date la vuelta.

Martín giró el torso en su silla.

-¿Qué ves?- le preguntó Esteban.

La terraza estaba en el segundo piso del edificio. Más abajo había otra, algo más pequeña, y más abajo un estacionamiento de tierra apisonada y graba. Después se veían algunas dunas cubiertas por yuyos salvajes y colas de zorros. Más allá, el mar.

-No sé, Indio- contestó Martín intrigado. -¿El mar?

-No, no. Antes.

El mozo se acercó hasta ellos y le mostró a Esteban una botella. En el empeño que ponía para disimular la torpeza de sus movimientos, se notaba el esfuerzo por ganarse una buena propina. Esteban asintió y el mozo comenzó a maniobrar con el sacacorchos.

-¿Qué?- preguntó Martín- ¿Los autos?

-No, boludo. Entre el mar y los autos. ¿Qué ves entre el mar y los autos?

El mozo sirvió un poco de vino en la copa de Esteban y esperó a que lo probara.

-Déjala- le dijo Esteban sin levantar la copa. -Déjala, no más, que está bien.

El hombre, con la piel tan bronceada que parecía de cartón,  inclinó la cabeza como en una reverencia y se alejó de la mesa.

-¿Qué hay entre el mar y el estacionamiento?- volvió a preguntar Esteban.

-Yuyos. Arena. Esa es la reserva ecológica, ¿no?- dijo Martín girando el torso hacia su amigo.

-Error. Ese es el emprendimiento inmobiliario más grande de la historia de esta ciudad. Por lo menos desde que se construyó la Rambla. Date vuelta y mirá el complejo de Spa más grande de la Argentina, Tincho.

La cara de Martín se contrajo en un gesto de sorpresa.

-¿Acá querés construir, Indio? Pero es la reserva. No se puede.

-Por eso no te hagás problema. Confiá en mí. Yo te digo en este país no se hizo nada así de importante en los últimos cincuenta años. Y te quiero adentro desde el comienzo. Nos vamos a forrar, Tincho.

-Pero, pará. Explicame. ¿Cómo vas a construir en la reserva? ¿Con quién hablaste?

-Con todo el mundo, Tincho. Esto va a ser grande. Gigante. Todo el mundo está adentro. Y por lo de la reserva no te preocupes. Eso se arregla.

-¿Cómo?

-No importa. Creeme.

-Si me querés adentro, tenés que decirme.

Esteban se inclinó un poco en la mesa para hablar en voz baja. Martín se inclinó también y las dos cabezas quedaron a medio metro de distancia.

-Va a haber un incendio- dijo Esteban.

Martín enderezó el torso alejándose de su amigo y entornó las cejas.

-¿De verdad me lo decís?- preguntó extrañado.

-Sí. Vos quédate tranquilo. Está todo arreglado.

-Pero, Indio, esto no es la Patagonia. Esto es el mar. Acá no hay incendios. La reserva es un montón de mierda y de agua estancada y de mosquitos. Esto no lo prendés fuego ni con un lanzallamas.

-Vos quedate tranquilo que está todo arreglado. Como te digo. Todo el mundo está adentro. No va a haber problema.

-Van a ir todos en cana, Indio. Es una reserva marítima y vos la querés prender fuego.

-Topcat está metido. Están todos. No va a pasar nada.

-¿Topcat está adentro?

-Están todos, Tincho. Solo faltás vos.

Martín volvió a girar el torso y se dedicó a contemplar una vez más las dunas. El olor del mar llegaba hasta él mezclado con el olor del puerto. Podía escuchar el rugir de las olas y el de la carretera.

-¿Pero te parece invertir tanta guita acá?- dijo finalmente mientras volvía a mirar a su amigo. –El lugar es una mierda. El puerto es una mierda. Punta Mogotes es una mierda. Todo muy cutre. Esta ciudad no da para esa clase de inversiones. Para eso mejor irse más al sur.

-No entendés las dimensiones de lo que te estoy hablando, Tincho. De verdad esto va a ser como la Rambla. Esto es un gamechanger. Vamos a hacer que Mar del Plata vuelva a ser lo que fue en el siglo XIX. Basta de negraje. Vamos a recuperar la ciudad, Tincho. Nosotros dos. Nosotros que nacimos acá y que ya no vamos a tener que huir. Nos vamos a poder quedar. Yo voy a serPedro Luro y vos Peralta Ramos, ¿entendés?

-¿Pero cómo?

-Con guita, Tincho. Ya hay asegurados capitales extranjeros que van a invertir en el puerto. A la mierda los boliches de rabas y las fileteadoras. Van a venir cosas de nivel. ¿Sabés quién viene? Maleco, viene.

-¡No! ¡¿De verdad?!

-Sí. Maleco va a poner un boliche en el puerto y esto explota. Y acá también, ¿eh?- dijo Esteban haciendo una seña circular con el dedo índice. –Punta Mogotes se va a la mierda. Van a ser dos balnearios. Uno para el Chiquito y el otro para capitales extranjeros.

-¿Y qué pasa con Aldosivi? Tengo entendido que ya se está metiendo la reserva.

-Noooo. Aldosivi también se va a la mierda. ¿No entendés que vamos a expulsar a todo el negraje? El predio va a quedar para Boca. Sede de verano. Y acá se van a hacer torneos internacionales durante las vacaciones. Lo vamos a traer a Messi y a Ronaldo, ¿entendés? Siglo XIX, Tincho. La Mar del Plata que siempre quisimos. Y lo vamos a hacer nosotros dos. Porque, y escuchá bien lo que te voy a decir, el Spa queda para nosotros, Ticho. Nosotros dos y un par más. Toda la reserva. Rodeada de lugares top. El Spa más grande de Argentina y el segundo más grande del continente. Pedro Luro y Peralta Ramos. ¿Entendés?

-Indio, es un sueño lo que me contás.

-Y sí, Tincho. Pero es de verdad, ¿eh? Vos me conocés. Esto no es un verso. Mirá, te traje acá para que lo veas, porque estas cosas hay que verlas. Pero el miércoles, antes de salir para Alemania, te venís a la oficina y te muestro los papeles. ¿Te parece?

-Por supuesto, Indio. ¡Qué increíble! No sabés lo que te agradezco.

-No me agradezcas nada, Tincho. Lo hago por todos. Por la ciudad. Vamos a volver a la Feliz.

-Esto hay que celebrarlo, che- dijo Martín haciéndole señas al mozo.

El hombre de piel curtida se acercó con rapidez.

-Decime, ¿tendrás champagne por casualidad?- le preguntó Martín.

-No señor- respondió el otro como pidiendo disculpas. –Esas cosas no tenemos. Pero creo que hay unas sidras que quedaron de navidad.

Esteban se rio.

-¿Y whisky bueno? ¿Tenés un buen whisky?- preguntó Martín desanimado.

-Sí, señor. Jack Daniels tenemos.

Esteban volvió a reír.

-¡Pero vos nos querés intoxicar!- exclamó Martín.

El hombre de la piel curtida lo miró sin responder, sabiendo ya perdida su propina.

-Andá y traenos el vino más caro que tengas, ¿dale?- le dijo finalmente Esteban con una sonrisa alegre y la mirada vacía. –Y dos copas nuevas, por favor.

-Sí, señor. Como no- respondió el mozo y se encaminó hacia adentro con la cabeza gacha.

Martín lo observó alejarse hasta que su mirada se fijó de nuevo en el pájaro posado sobre la baranda.

-Imaginate, Tincho. Imaginate Mar del Plata sin negraje. Esto va a ser el paraíso.

-Sí- respondió Martín. –Pero lástima las gaviotas.

-¿Sabés qué? Por ahí tenés razón. Por ahí tenemos que matarlas a todas.

Ahora fue Martín el que rio.

-No, Tincho. Te lo digo en serio.

 

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