Cultura

Cuento: Una tarde naranja

Por Sebastián DIppolito (*)

La nariz en la arena. La nariz sola, sin cuerpo. Una pirámide de piel curtida que apenas sobrepasa la línea de superficie. La respiración lenta arrastra las partículas más finas. El aire caliente lleva y trae la arcilla, deja un rastro de culebra.

Giovanni se anima a salir del pozo cuando escucha el aleteo de las gaviotas. Sabe que los pájaros no se acercan a los lugares donde hay soldados. Despacio, mueve un pie, un brazo. Saca las manos y busca fuerzas para empujar el cuerpo. La luz es un tornillo filoso. Se refugia entre unas matas y espera. De un lado el mar, del otro, los fusiles enemigos. En los días siguientes tendrá que tomarse el pis para mojar la boca y no dudará en comerse una rata muerta. El batallón aliado lo encontrará tirado al borde del mar, una lombriz secándose al sol.

En su regreso a Tornareccio, Giovanni recibió tres medallas, un diploma de guerra y un baúl de roble con sus iniciales. Cumpliendo con todas las indicaciones que le habían dado, bajó un poco la cabeza para que el General pudiera colgarle los honores, le dio la mano firme al jefe del ejército y agradeció a todos los que lo abrazaron. Pero ni bien llegó a su casa, abrió el baúl, metió algunos pantalones, un par de camisas y salió para el lado del puerto. Tornare en italiano significa volver. Como si el nombre de la ciudad en la que nació anticipara el destino de sus habitantes. Pero él tenía muy claro que ese no sería su caso. Esa ya no era más su Italia.

Lo que Giovanni ignoraba era que al final del océano, en Mar del Plata, lo estaba esperando otro pozo. Al tiempo de haber tocado tierra, alguien le contó que se iba a construir una rambla nueva, toda de piedra. Le dijeron que necesitaban gente para sacar el travertino de la cantera y subirlo a los camiones que lo llevan hasta la costa. Y él no lo dudó. Se pasaba tardes enteras picando piedra con el marrón. Los rayos del sol le levantaban la piel, las explosiones lo dejaban sordo hasta la hora en que se iba a dormir. Pero tenía treinta años. Los brazos eran dos bestias, el pecho el de una ballena. Además, al mediodía lo dejaban parar un rato. Comía un sándwich, tomaba agua de una botella congelada.

Después de la rambla lo contrataron para terminar el Casino Central y después del Casino Central para levantar el Hotel Provincial. En esos años conoció a una mujer que vendía buñuelos en la playa. Todos los días, cuando ella pasaba con su canasto colgado del brazo, él se acomodaba la gorra, le deseaba buen día. Pocos años después se casaron y tuvieron hijas. Ocho hijas, todas mujeres.

Giovanni siguió trabajando hasta viejo. Y siempre cerca del mar. En el puerto, en las escolleras, en los paseos costeros. Le gustaba estar ahí. El aire fresco de la mañana, el ruido de la espuma golpeando contra el espigón, el olor a lobo marino. La línea del horizonte no le generaba nostalgia, la arena no le daba miedo. Una tarde de febrero, tomando mate en la playa, la hija más chica le preguntó si no tenía ganas de contarle algo de Italia. Giovanni revolvió la bombilla, hizo un hueco en la yerba y le dijo que no. Que no había nada que contar. Al rato, cuando la tarde se empezaba a poner naranja, acomodó una silla de plástico y le dijo a su hija que se sentara. Le apoyó la palma de la mano sobre la pierna y le pidió que cuando él muriera, tiraran sus cenizas al viento. En cualquier lado de la ciudad, pero al viento. Ningún entierro. Nada de darle de comer a esos gusanos guachos, dijo con media sonrisa, intentando dar una explicación.

(*) El relato “Una tarde naranja”, de Sebastián DIppolito, recibió el primer premio en la tercera edición del concurso “Valijas con Historia”, organizado por la Dirección Municipal para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos.

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