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Cultura 13 de junio de 2017

De dobles, reflejos y redenciones

por Gabriela Urrutibehety

El lector que escribe un diario lee “El libro de las voces” de Carlos Gardini, una novela que, como hace la ciencia ficción, crea un mundo con la doble condición de estar fuera del que conocemos y, a la vez, hablar de él. Un mundo en el que lo que se pone en cuestión es el concepto de realidad. Un mundo en el que la tecnología proporciona el vehículo para generar la propuesta del soñador soñado de “Las ruinas circulares”.

La historia tiene un héroe, Andrei Lamar, que recorre un camino hacia el descubrimiento de la verdad, hacia quién es él y qué es su mundo. Como el esclavo de la caverna platónica, es llevado al exterior de Delfos, su hábitat, para entender, desilusionado, que se trata de un mundo apócrifo, creado tan solo para espectáculo de sus creadores, una especie de reality show cósmico, una forma del arte que, además, tiene una finalidad didáctica. Los mundos apócrifos son, se le explica al protagonista, el dispositivo “que combina lo mejor del arte con lo mejor del análisis”: observar qué pasa en esos mundos permite a los creadores no sólo entretenerse –”el espectáculo es nuestra principal ocupación”, sino saber qué consecuencias podría tener una acción social y, de esta manera, transformar “el oráculo en un arte racional”.

Sin embargo, en Delfos -y vaya si resuena oráculo en la palabra Delfos-, se han producido rebeliones, mutaciones, discrepancias. “Delfos es el primer mundo apócrifo que se entera de su condición”, algo así como un camino hacia la humanidad si se toma en cuenta la definición que hace del hombre el único animal que sabe que va a morir.

En el mundo apócrifo están todas las miserias y deficiencias, todo el horror, la pobreza, la explotación, la guerra y la traición que los creadores quieren evitarse. Colocándola en el afuera del mundo “real” –mil comillas necesitaría el lector que escribe un diario- los creadores se evitan ese sufrimiento, aprenden del experimento: “nuestra ética nos impide experimentar con humanos”, dice un personaje en un pasaje ubicado justo cuando el lector siente tal empatía con el soñado que puede apreciarla en todo su cinismo. Una torsión del tópico latino de “enseñar deleitando”, del “dulce et utile” de Horacio, teñido de sadismo.

En este contexto, Andrei Lamar, ex pescador, es el llamado a entender que al final “éramos reflejo de un reflejo” y asume su rol de arcángel, de comunicador: un rol que, en principio, le viene impuesto por su “soñador” pero al que le suma un grado de resistencia. Un grado de resistencia que augura nuevas perspectivas, nuevos caminos, nuevas esperanzas.

No en vano, la frase final que un personaje le dice al protagonista señala esa convicción doble: “Todos somos fantasmas. Pero tus palabras nos redimirán”.

(*): www.gabrielaurruti.blogspot.com.ar