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La Ciudad 19 de junio de 2016

Día del Padre: la historia del dermatólogo y su hijo tatuador

Roberto Dobrinin es médico especialista en piel, como también lo era su progenitor. Sin embargo, y vaya paradoja, su hijo Santiago rompió todos los moldes: decidió dedicarse a tatuar.

por Bruno Verdenelli

Es imposible no comenzar esta nota con un dicho tradicional. “En casa de herrero, cuchillo de palo”. El apellido Dobrinin es en Mar del Plata sinónimo de dermatología. Roberto padre, primero, y Roberto hijo después, fueron médicos especialistas en piel. Pero el linaje se cortó: Santiago no sólo lleva un nombre distinto a su progenitor y a su abuelo, sino que también rompió el molde de la profesión. Y para hacerlo no escogió cualquier carrera. Se convirtió en tatuador.

En la previa de este Día del Padre, Roberto Dobrinin, de 47 años, y su hijo Santiago, de 25, le contaron su singular historia a LA CAPITAL. La del cuchillo de palo en la casa del herrero. La del artista de la piel en el hogar del médico especialista del mismo órgano. La del joven que hace tatuajes y la del hombre que tiene la máquina con el láser que los borra (ver recuadro).

“Cuando terminó el secundario, Santiago hizo un test vocacional para saber qué iba a hacer. Es el primer hijo varón. Mi viejo dermatólogo, yo dermatólogo… Dijimos: ‘Listo, ya está, va a ser dermatólogo, pero a él no le gusta nada”, relata Roberto. Al lado, su hijo escucha y sonríe, mientras ordena el estudio donde realiza los extraordinarios grabados, en el interior de la Galería San Martín.

“A mí estudiar nunca me gustó mucho. Siempre fue lo justo, el 7”, se defiende Santiago. Y agrega: “Una profesora del colegio siempre me preguntaba qué iba a ser, con mi abuelo y mi viejo dermatólogos, y yo le decía: ‘Quiero ser tatuador. Eran las 2 de la mañana y me cagaban a pedos porque me quedaba viendo tatuajes”.

Lo cierto es que la pasión del joven fue siempre la misma. “Le gustaba dibujar y lo hacía muy bien, las paredes de la habitación las tenía todas dibujadas. Siempre supimos que iba a ir para ese lado pero nunca que iba a ser tatuador”, dice Roberto.

Sin embargo, reconoce que tal vez tanto él como su esposa se hacían los distraídos. “Un amigo nuestro me decía hace poco: vos porque nunca lo escuchaste, pero él siempre dijo que iba a ser tatuador’, y por ahí tiene razón”, admite.

Es que no fue fácil, cuenta Roberto, aceptar que su hijo dejara los estudios “clásicos” para dedicarse al “tattoo”, como le dicen los jóvenes. Santiago llegó hasta 4º año de la carrera de Arquitectura. Pero un día se plantó.

“Nos dijo a la madre y a mí que él estaba haciendo esto por nosotros, no por él, y que no iba a estudiar más. Y ahí empezó a tatuar a los amigos en casa”, explica el médico. Pero aclara: “Entonces le dijimos: ‘Si no estudiás, tenés que ponerte a laburar’, y eso hizo”.

Idas y vueltas

Antes de dedicarse profesionalmente a tatuar, Santiago viajó dos veces a Key West, Estados Unidos, para trabajar. “Laburé de cualquier cosa, no sabía qué hacer acá, la pasaba mal, y allá tenía unos contactos”, narra el joven.

Pero hace casi tres años decidió volver a Mar del Plata y empezar el camino que hoy recorre. Para eso, se contactó con Roberto López, el tatuador que se hizo famoso por tener entre sus clientes a Lionel Messi, Marcelo Tinelli y otras muchas personalidades del deporte, la música y la farándula.

“Lo conozco a Rober desde los 17 años. A los 15 me dieron el permiso para hacerme el primer tatuaje, una tobillera, y a los 17 apunté a uno ‘más heavy’, con la cara de Marilyn Monroe. Era realismo y acá en Mar del Plata no había nadie que hiciera realismo. Sólo dos en Buenos Aires: Roberto y Ezequiel Núñez, que en ese momento estaba en Europa. Contacté a Rober, fui y me tatuó”, indica Santiago.

Por otro lado, su padre dermatólogo señala que decidió darle el permiso para tatuarse con el objetivo de seguirlo y cuidarlo en ese proceso. “Sabía que si yo no lo acompañaba y buscábamos un lugar bueno para que se lo hiciera, como es él se lo iba a hacer igual”, revela.

Y cuenta otra anécdota: “Una vez se estaba tatuando y me pidió que lo fuera a buscar porque le había bajado la presión”. De inmediato, su hijo lo interrumpe entre sonrisas: “Había durado 3 horas y media la sesión y yo no había comido”, explica.

Final feliz

Ya decidido a ser tatuador, pese a que su papá y su abuelo eran reconocidos dermatólogos, Santiago le pidió a Roberto López que lo aconsejara. “Primero me ayudó diciéndome qué máquinas tenía que comprar”, relata. Y luego empezó a trabajar en su estudio, donde hacía “piercings”.

“De a poco, empecé a hacer tatuajes. Rober me dejaba tatuar fuera del horario de laburo: yo traía un par de amigos y sabía hacerlo. Miraba en internet, pero al mismo tiempo no sabía nada; no sabía con qué aguja hacer cada cosa porque no hay escuela de tatuajes, aprendo acá todos los días”, dice.

Y es entonces cuando su padre vuelve tomar la palabra, y se le nota que busca trazar paralelismos con su carrera, nuevamente. “Es como una residencia; su residencia fue con Rober”, analiza.

Finalmente, Santiago comenzó a adquirir cada vez más responsabilidad. Y ahora Roberto lo celebra: “La historia tiene un final feliz. Con mi mujer siempre decimos que él tenía un objetivo, y por ahí nosotros queríamos llevarlo para otro lado, pero él siguió con lo que él quería, que era en definitiva, terminar haciendo esto, y lo logró”.

Y, de hecho, la conexión entre padre e hijo no se quebró. Todo lo contrario, ya que Santiago termina por consultar a su padre por las cremas que tienen que usar sus clientes ante alguna infección, las sustancias anestésicas más novedosas o los químicos que poseen las tintas. Y Roberto quiere tatuarse, algo que ya hizo la madre de su hijo.

“A nosotros nos da mucha satisfacción que él viva de lo que le gusta: muchas veces los padres decimos que queremos que los hijos sean felices, y la felicidad no pasa por lo que a uno lo hace feliz sino por lo que a ellos los hace felices. Entonces, si él es feliz tatuando, y puede vivir de eso, bienvenido sea. A mí me hubiera encantado que fuera médico, y dermatólogo, pero ya sabía que no iba a serlo”, reflexiona.

Y concluye con otra analogía: “Es muy loco que los dos tengamos relación directa con la piel. Habría que hacer algunas sesiones de terapia para ver qué pasó…”.