Cultura

Diario de lector: La increíble violencia de los hombres educados

Por Gabriela Urrutibehety

El lector que escribe un diario lee “El camino de Ida” de Ricardo Piglia, una novela en la que Emilio Renzi deja desesperanzado Buenos Aires y viaja a una universidad de Estados Unidos para dar un seminario sobre William Henry Hudson.

La historia transcurre en el mundo de un campus universitario y sus personajes pertenecen al mundo académico: un mundo idílico que pronto muestra su otra cara. “Los campus son pacíficos y elegantes, están pensados para dejar afuera la experiencia y las pasiones, pero corren por debajo altas olas de cólera subterránea: la increíble violencia de los hombres educados”, copia el lector que escribe un diario y eso parece ser el tema de la novela que gira en torno a la captura de Thomas Munk, un matemático devenido en terrorista estilo Unabomber que durante 20 años mata científicos y académicos para protestar contra el capitalismo y la destrucción del planeta que conlleva.

Como dice uno de los personajes, el mundo académico es “una jungla más peligrosa que los pantanos de Vietnam. Gente muy inteligente y muy educada que por las noches sueña con venganzas terribles”.

Como es habitual en Piglia, son varias las historias secundarias que aparecen en el camino (algo así como lo que hace Murakami, aunque con mayor cohesión temática), todas signadas por el espacio del mundo universitario. En principio, las de los personajes como Orión, el mendigo académico, o Nina, la profesora jubilada especialista en Tolstoi, o las de cada uno de los miembros del departamento en el que trabaja Renzi, incluyendo el que tiene un tiburón en el sótano de su casa. Y claro, la de Ida Brown, la profesora cuya muerte da inicio a la trama policial que actúa como amalgama al relato.

Pero también están las vinculadas con la literatura: la de Hudson, la de Melville, la de Conrad, la de Tolstoi. Quizás no sean historias sino digresiones sobre el universo entendido como biblioteca, según la fórmula borgiana, o al lenguaje como proliferación de sentidos, tal como señala Renzi cuando Ida le larga, a la primera de cambio, “In the fall I’m always hot”. “El sentido prolifera su uno habla con una mujer en lengua extranjera”, piensa antes de iniciar la breve relación sentimental. Cuentan aquí las reflexiones sobre la lengua rusa (Tolstoi “actualizó ese procedimiento, esa luz, esa mirada fina, el detalle visual que dice sin decir la carga espiritual”).

Renzi habla de Hudson porque, dice, “me interesaban los escritores atados a una doble pertenencia, ligados a dos idiomas y a dos tradiciones (…) Hudson, un hombre escindido con la dosis justa de extrañeza para ser un buen escritor”. Algo que también se aplica a Conrad, cuya obra es esencial para la trama policial de la novela, o a Borges, como el propio Piglia ha dicho tantas veces. O a Nina, la vecina que actúa como Watson en las pesquisas de Renzi que también es, en ese momento y en ese lugar, un escritor escindido entre la Argentina a la que quiere cerrar las puertas en el mundo norteamericano (al punto de que “no podía pensar en ella con palabras propias”, por lo que recurre a un poema de Robert Frost) pero que, bajo la forma de su pasado revolucionario, sus acciones durante la lucha contra la dictadura, se cuela permanentemente.

El otro que vive entre dos mundos es Menéndez, el policía, que trabaja en el caso de la muerte de Ida y la caza Munk. “Era chicano, vivía en dos mundos, mexicano como su padre y norteamericano como su madre, y conocía el modo de cruzar de una realidad a otra”, copia el lector que escribe un diario. Pero también Menéndez sabe cómo cruzar del mundo de la experiencia (por ponerle un nombre) al del lenguaje: porque el enigma se resuelve leyendo, como en “La muerte y la brújula” de Borges. Aunque en este policial los investigadores están reduplicados, (Menéndez, Parker, Renzi, Nina, el hermano de Munk, Ida Brown) todos leen y como leen, descubren. Leen como leen los académicos: subrayando, citando, comparando, buscado regularidades de estilo.

Por eso, en último caso, todo gira en torno a la palabra y la difusión del sentido, sobre el poder decir y el poder de no dejar decir: Munk mata para poder decir, para poder publicar su Manifiesto. “El terror garantizaba el acceso a la palabra pública”, descubre Renzi hacia el final de la novela. Un descubrimiento que se contrabalancea con el que hace el primer día en el campus, cuando enciende la televisión: “La televisión es igual en todos lados, el único principio de realidad que persiste más allá de los cambios”.

Y, sobre el final, Buenos Aires y la vida personal irrumpe nuevamente: las cartas no leídas, los llamados no respondidos, las palabras calladas se hacen oír y Renzi regresa con una promesa de seguir contando: “Cuando llegué a Ezeiza, en el aeropuerto, me estaba esperando mi amigo Junior, pero esa es otra historia”.

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