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Cultura 1 de agosto de 2016

Diario de lector: Parlamentos

Por Gabriela Urrutibehety

gabrielaurruti.blogspot.com.ar

El lector que escribe un diario va al teatro y, a la salida, necesita volver a leer el texto. Con el libro en la mano, recupera los parlamentos que está decidido a no olvidar. No es mucho lo que se edita de teatro y tampoco es mucho lo que se lee en este formato, por eso el lector que escribe un diario agradece que la editorial Atuel ponga a su disposición una Biblioteca del Espectador y dentro de ella edite “Terrenal”, de Mauricio Kartún.
El texto teatral, ahora, no es para el lector que escribe un diario un pre-texto sino un apoyo posterior: lejos ya de la cumplida función de soporte para la puesta en escena, instrumento para actores y director, el texto vuelve a ponerse en marcha como memoria externa, ayuda de la memoria emotiva –odia el lector los chistes fáciles- del espectador.
El lector que escribe un diario relee esta maravillosa versión del mito de Caín y Abel, mientras no puede ya quitarse de encima las figuras y las voces y los gestos de Claudio Da Passano, Claudio Martínez Bel y Claudio Rissi, los tres actores que ponen el cuerpo a los hermanos y a Tatita, un Padre ausente, campechano y juerguista, con un decir que hace acordar a las actuaciones festivaleras de Horacio Guaraní.
El relato que toma Kartún para traer a la pampa nuestra el mito del fratricida es el del historiador judío Flavio Josefo: “Ellos (Adán y Eva) tuvieron dos hijos varones. El mayor se llamaba Caín, nombre que traducido significa posesión, y el pequeño Abel, que significa nada. Mientras Abel, el más joven, procuraba ser justo y se dedicaba a la vida pastoril, Caín pensaba únicamente en la riqueza y por ello fue el primero que tuvo la idea de arar la tierra”. El resto es conocido.
En su traslado a la pampa, los hermanos han sido dejados (abandonados) por Tatita al cuidado de un terreno baldío, en el que Caín ha instalado un cultivo de morrones y Abel se dedica a apacentar isocas que vende los domingos a los que van a pescar al Tigris. Todo es resonancia en el lenguaje de Kartún, un castellano popular que mezcla con un lenguaje mítico: para muestra, basta el botón del comienzo.
CAÍN: Milagro. Domingo y usté en el lar.
ABEL: Salve, hermano Caín.
CAÍN: Salve usté y lávese las lagañas en el tacho. Mírese la facha de resaca. Anoche bebió, descamisadito de los ranchos. Dejadito.
Caín inventa la medida, dice Flavio Josefo, el “metromorrón” en la versión criolla. A partir de esta invención, dice el historiador antiguo, “cambió la moderación con la que antes vivían los hombres, convirtiendo su vida, que era pura y generosa por el desconocimiento de estas novedades, en siniestra. Fue el primero en poner lindes a las tierras. Y en fundar una ciudad y en fortificarla con murallas para proteger aquel patrimonio, obligando a los suyos a vivir todos ellos encerrados allí”.
El lector que escribe un diario se asombra leyendo esta explicación que le fue entregada con el programa al inicio de la obra, por la manera en que Kartún cumple paso a paso el esquema planteado por Flavio Josefo usando el humor y la agudeza para hablar del presente desde un tiempo fuera del tiempo. Que no es otra la función del mito, bah.
“Con tal de defender el capital es capaz de hacerse comunista”, “siempre la derecha pidiendo derechos”, copia el lector que escribe un diario y recuerda la carcajada del público en la función.
Dos visiones del mundo: la naturaleza cuidada, la naturaleza domesticada; la necesidad de “hacer el capitalito” o la de la contemplación. El enojo de Caín por la vida que lleva su hermano, “cabeza de negro cabeza”: “vez por semana faena sus isocas el muy negroide (…) Y después duerme al sol el resto de la semana”. Y la respuesta que no se hace esperar: “¿Es mejor su vida? Encerrado día y noche en esos invernaderos”. Un enfrentamiento sin solución, un conflicto que no puede terminar bien, menos aun cuando Dios, dicen, prefirió a Abel.
El “pequeño misterio ácrata” que se plantea en el subtítulo pone las fichas de un lado, eso está claro, pero no hay una simplificación. “La miseria no es pelear. Miseria es matar al par. El uno crece de a dos. El dos peleando es armonía. Es vuelo. El uno solo, crece monstruo”, dice Tatita a un Caín al que vaticina “el peor castigo que alguien puede llevar. (…) no querrás que te vaya mejor. Querrás que a los otros les vaya peor.”
Como dice Abel, en un parlamento que sospecha el lector habla de toda la obra de Kartún: “Yo quejarme nunca. Protestar, que es cosa distinta. No confunda. Lo mío la protesta. Queja: usté.”



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